Pese a que han transcurrido casi cuatro décadas, el dos de octubre anida en nuestra memoria colectiva como una fecha emblemática, que más allá de un carácter luctuoso subraya el anhelo de libertad, justicia y democracia, tan vigente en nuestros días.
Tengo grabado en mi memoria ?en mi conciencia y mi corazón? lo difícil de esa época, y el luto y la rabia que nos embargó luego de la feroz represión. A la vez, reconozco y valoro enormemente la grandeza de las aportaciones que aquella etapa de nuestra historia hizo al proceso democrático del país. El México de hoy no podría entenderse sin los acontecimientos de 1968.
A pesar de que se trató de un hecho sumamente doloroso por todas y cada una de tan injustas y lamentables muertes, y sin dejar de rendir tributo a las víctimas de la miope represión diazordacista, es preciso ubicar a ese movimiento social como un punto de partida para la transformación del sistema político autoritario, opresivo y antidemocrático de aquellos días, en uno más justo y democrático, donde ya se avizoran las libertades.
Por eso, el dos de octubre continúa vigente y exige nuestra acción para seguir perfeccionando el modelo político que hemos ido construyendo, pero sin dejar de garantizar a las nuevas generaciones las bases esenciales de su futuro, en especial la educación y el trabajo.
Así, nuestro compromiso es seguir luchando por esos cambios que enriquezcan la vida política, económica, social y ?por supuesto? cultural de México; un compromiso ineludible en especial para quienes, como es mi caso, pertenecemos a la generación del 68.
Y junto al dos de octubre, inevitablemente viene a nuestra memoria el diez de junio de 1971. Ambas, fechas fatídicas que están -y no dejarán de estar- en el calendario luctuoso de los mexicanos, bajo la consigna popular de ?¡no se olvida!?. Con mayor énfasis en los meses recientes, cuando la fiscalía especial para movimientos sociales y políticos del pasado planteó y respaldó sus acusaciones, particularmente contra el ex presidente Luis Echeverría y un grupo de militares y policías de alto rango, que además protagonizaron la guerra sucia de los años setenta, de tan triste memoria.
Es evidente que en ambos hechos hubo responsabilidad oficial. Por desgracia, en los últimos años nuestras leyes han sido aprovechadas para solapar flagrantes violaciones a los derechos humanos. Los abogados de Luis Echeverría han reclamado el arresto domiciliario por razones de edad o manipulado el concepto de genocidio, y ya ni hablar de su argumentación a favor de la prescripción de los delitos por los años transcurridos.
Lo que no puede quedar intacto son las agravantes que se vinculan con la represión, la tortura, el asesinato, el secuestro y la desaparición de personas. En todo caso, si en aquellos convulsionados días realmente existieron grupos subversivos que violaron nuestras leyes, sus integrantes debieron ser detenidos y juzgados conforme a derecho. Pero nadie puede legítimamente -y menos el Estado- actuar contra las garantías constitucionales y los derechos humanos de los ciudadanos.
Sin duda las décadas de los sesenta y setenta fueron difíciles y hubo actos ilícitos de ambas partes -el Gobierno y la guerrilla-, como privación de la libertad y asesinatos, ya que se registró un saldo de viudas y huérfanos en uno y otro lado. Pero el Estado, principalmente en el caso del Poder Ejecutivo, cometió excesos injustificables, pues debió ser el primero en cumplir las leyes (sin que los demás sectores quedaran exentos), ya que está sometido al mandato del pueblo y restringido por los otros poderes federales.
Más allá de esos tristes registros de nuestra historia reciente, producto del autoritarismo y la prepotencia, y a pesar del aparente fracaso de la citada Fiscalía, aún estamos a tiempo de que se revisen a fondo esos casos, así como nuestras leyes vigentes, y que en el futuro inmediato reciban el castigo y la sanción social que merecen quienes se prestaron a tal degradación, incluidos los autores materiales e intelectuales de las acciones de uno de los brazos operadores de la represión: la terrible Brigada Blanca.
Por otra parte, al margen del perdón legal o los beneficios que pudieran tener los posibles enjuiciados y sentenciados, ya nada impedirá que pasen a la historia como criminales de Estado. Porque sólo con ese nombre nos podemos referir a quienes asesinaron a cientos de jóvenes que en esos tiempos, ya fuera por romanticismo, idealismo o una visión equivocada (según la opinión de cada cual), anhelaban cambiar a México para que fuera más libre, justo y democrático.
Todos sabemos bien quiénes son y de qué se les acusa. Y es evidente que desde hace muchos años la sociedad mexicana expresó su veredicto condenatorio. Así que, lejos de claudicar, asegurémonos de que la investigación y las sanciones ?penales, morales y sociales- lleguen hasta sus últimas consecuencias, trátese de quien sea, en bien de la salud de la República y para que nunca más se registren episodios indignantes y trágicos.
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