El retrato hablado del elector de 2006 es el de un pobre sin presente y, por supuesto, sin futuro, con un largo pasado de burlas de políticos de todos los colores. A ese mexicano, hombre o mujer, joven o anciano, lo buscan, le prometen beneficios para que acuda a los mítines de las campañas electorales.
Ellos saben de antemano que el tres de julio esos que ahora les sonríen no voltearán más a verlos; no los buscarán, ni habrá quien los visite en sus lujosas camionetas. Y los problemas envejecen, sin que las familias tengan el drenaje, el agua potable, la escuela, el camino que fueron a solicitar al anterior gobernante cuando se le podía ver, en campaña.
Tan lejos están los partidos políticos de la sociedad, que dependen del “voto duro”, ese segmento de la población que conserva una identificación con unas siglas, con unos colores que no han estado a la altura de las exigencias del país durante años.
En la actualidad, asalariados sindicalizados y clases medias se han distanciado de las campañas. Ello se palpa en el hecho de que los estrategas de Felipe Calderón, Andrés Manuel López Obrador y Roberto Madrazo ya no pueden llenar las plazas públicas.
Menos gente sale a ver pasar a un candidato presidencial. Se cree menos en ellos. Y muchos de los que acuden a su encuentro van porque les urgen soluciones a problemas del día. Quien gane la Presidencia de la República ganará el poder por el voto de los más pobres, por el hecho de que son mayoría en el país.
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