Es difícil encontrar en la historia universal una figura más polémica, rodeada de mayores misterios y que concita sentimientos más encontrados que Cristóbal Colón. Media docena de ciudades reclaman ser su cuna. Se especula que era judío converso, dado su patronímico de animal (“Columbo” es “paloma”), como ocurría con la mayoría de los hebreos que adoptaban la religión mayoritaria; pero nadie lo sabe de cierto. Dependiendo del corrector de galeras, en unos libros su padre es cargador y en otros cardador. Para unos es el mayor descubridor concebible; para otros, simplemente se pirateó los conocimientos de (escojan su teoría conspirativa favorita) navegantes islandeses, balleneros cantábricos o pescadores vascos. Hace mucho, mucho tiempo, en una galaxia muy lejana, cuando estábamos en primaria (échenle: cerca de cuarenta años) nos enseñaron a cantarle “loores al gran genovés/ al genio encendido (¿?) que un mundo encontró”. Pero en 1992 le llovieron epítetos muy graves y sobraron grupos indígenas que (aullando en castellano, eso sí) de genocida no lo bajaron. Total, que el Almirante de la Mar Océano sigue siendo ave de las tempestades medio milenio después de colgar los tenis. Vaya, ni siquiera se sabe a ciencia cierta en dónde está enterrado: si en ese horrible crustáceo de piedra que es la catedral de Sevilla; o en la Dominicana, sitio de muchos de sus más grandes triunfos y sinsabores.
Todo lo cual viene al caso porque hace un mes se conmemoraron quinientos años de su muerte. Si no se enteró del asunto, sin duda ello tiene que ver con la incómoda ambigüedad de la figura de Colón y su simbolismo en nuestra historia: ¿héroe o villano? ¿Descubridor o plagiario? ¿Audaz o gandalla?
A muchos de quienes pasamos algunos de los mejores años de nuestra vida dibujando las tres carabelas en cartulina ilustración, todo el debate nos parece ocioso: Colón fue, sin duda alguna, el que reveló a Europa la existencia de América (continente que, en justicia, debería llamarse Colombia) y eso cambió la historia del mundo. Tan-tan. Me dirán que los vikingos habían llegado antes. Sí, ¿y qué? Eso no tuvo trascendencia ni en las sagas nórdicas, que ya es decir. O se podrá alegar que los americanos ya se habían descubierto a sí mismos. Sí, pero a nadie más. Una explicación de cómo el continente fue conquistado por un puñado de aventureros desesperados, pasa por la supina ignorancia que los aborígenes tenían acerca de lo que se encontraba más allá de su ámbito cultural.
Si Europa no se hubiera topado con América, América jamás se hubiera topado con nada más, dado que las destrezas de navegación oceánica de aztecas, incas e iroqueses eran nulas. Los europeos tenían cierta noción de la existencia de chinos, hindúes y bantúes. Pero para los americanos, todos los que no eran del vecindario resultaban punto menos que marcianos. Sí, fue Colón quien le hizo el mundo grandotote al género humano.
Me dirán que la forma de llegar hasta acá se la había sacado mañosamente (años antes de presentarle proyecto y presupuesto a los Reyes Católicos) a un marinero cantábrico borracho, en una acogedora taberna de Londres (todas las tabernas de Londres son acogedoras). Quizá. Pero si ya sabía a dónde iba, no creo que eso le reste redaños a la hombrada de lanzarse en frágiles embarcaciones y con una tripulación formada por la canalla de Andalucía a una aventura de inciertísimo final. O se alegará que sus andanzas trajeron como consecuencia la destrucción de muchas naciones indígenas. Entonces debemos lamentar el surgimiento de la civilización romana (el antecedente directo de lo que somos, hacemos y hablamos), dado que su avance extinguió a quién sabe cuántos pueblos europeos… ah, incluyendo a los celtíberos, los primitivos ocupantes de la península de lo que hoy llamamos España. Y también habría que cuestionar duramente a egipcios, asirios, babilonios, chinos, aztecas, incas, hititas… todo imperio se ha forjado con la sangre de los otros.
Puede no gustarnos… pero acusar a Colón por los crímenes de los europeos cometidos en los tres siglos siguientes, es como culpar a Newton porque nos cayó encima una proverbial y mítica manzana… o una cagarruta de paloma.
Los sentimientos contradictorios que provoca don Cristóbal están presentes en todos lados: durante décadas en Estados Unidos fue el prototipo escolar del héroe… hasta que los Pieles Rojas (y no de Washington) empezaron a protestar, así que alabarlo se convirtió en políticamente incorrecto. En la misma España sobra quien se sienta incómodo ante las (no muy numerosas) estatuas que salpican las ciudades iberas. Y hasta eso es ambiguo: ¿a dónde rayos está señalando la efigie de Colón que desde un pedestal vigila el puerto de Barcelona? ¿Qué no se fue para el lado opuesto?
En México, como decíamos, durante mucho tiempo fue motivo de elogios, periódicos murales, himnos corales cantados por parvadas de niños enemigos acérrimos de la armonía y recitaciones de la niña Tenchita Godínez del Cuarto “F”, Turno Matutino. Luego las alabanzas se han venido atenuando, aunque no tanto como en otros países. De cualquier forma, las críticas del Quinto Centenario le hicieron mella a la imagen de Colón. No mucha. Apenas una raspadita. Pero ya no veremos al genovés (si es que era de Génova) como lo hacíamos antes.
Quizá lo más interesante de todo el asunto es cómo, tanto tiempo después de haber salido del escenario, sabemos tan poco de su persona, sigue suscitando reacciones tan viscerales y continúa apareciendo todo tipo de teorías sobre su vida y obra.
Para quienes tuvimos la desgracia de nacer en el siglo XX, nos parece inconcebible que haya habido seres humanos que deambularon por el planeta sin tener que entregar unas veinticinco actas de nacimiento (originales) a lo largo de su existencia. Más aún, que hubo quienes ni siquiera tuvieron actas de nacimiento y cuyo origen resulta por tanto muy difícil de precisar… lo que pasa, precisamente, con don Cristóbal.
(Anécdota personal: cuando mi hija Constanza vino al –tercer- mundo, sabiendo en qué país surrealista había tenido la desdicha de hacerlo, le pedimos a la del Registro Civil que nos diera diez actas “originales”, en el entendido que durante su carrera como mexicana iba a tener que probar que había nacido quién sabe cuántas veces. Pues bien, casi quince años más tarde, de esas diez actas ya nada más nos queda una, una, una… Quod erad demostrandum).
La cuestión es que la biografía de Colón tiene más agujeros que la defensa de Costa Rica. Y ello ha dado lugar, como decíamos, a una serie de teorías y conjeturas que no hacen sino incrementar el interés que suscita el genio y la figura del navegante. Y cada determinado tiempo surgen novedades de todo tipo: si no es el análisis del ADN de los huesos que reposa(ba)n en Sevilla, es el descubrimiento de un añoso pergamino que prueba que la gustaban los lonches de jamón pata-negra, que engullía con fruición mientras hacía antesala en Granada.
Pero creo que la perspectiva histórica de Colón no puede ser alterada por más protestas, hipótesis y conjeturas de complós que se esgriman: el tipo hizo el descubrimiento geográfico más importante de la Modernidad y punto.
Este mundo sería totalmente diferente de lo que es si Colón no hubiera agarrado las carabelas Onapaffa que le consiguió Chabela y emprendido la ruta hacia occidente. Por supuesto, alguien más (seguramente europeo) hubiera establecido el contacto, tarde o temprano. Pero fue Colón quien lo hizo primero y en un momento clave: medio siglo después de la caída de Constantinopla y (más importante) de la invención de la imprenta, una generación antes de la Reforma Protestante, en el culmen mismo del Renacimiento… cuestionablemente, la época más interesante de la historia.
Así pues, seamos condescendientes con el viejo Cristóbal. Lo que somos se lo debemos, en gran medida, a él. Claro que hay gente a la que no le gusta lo que es… y para eso está el botox y los transplantes de cabello. Digo, cada quién sus remedios.
Consejo no pedido para llegar a Oriente navegando tras cuatro horas de festejo: lea “El arco y la sombra” del maestro Alejo Carpentier. Y vea con reservas “1492: La conquista del paraíso” (1492: Conquest of paradise, 1992), con Gerard Depardieu y Armand Assante, maniquea versión políticamente correcta del descubrimiento y primeras tropelías de quienes pensaron que, al grito de “¡Primero los pobres!”, en estos lares se iban a hacer ricos. Infelices desdichados. Provecho.
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