Hay dos modos de ver las cosas: uno, con la mirada amplia, abierta a todo lo que pueda abarcarse, aun con el riesgo de encontrar lo que no quisiéramos; el otro, seleccionando aquello que complace nuestra visión, lo que nos agrada y deseamos, descartando todo lo demás. Somos libres de elegir cualquiera de estas dos opciones y por supuesto que la más cómoda es la segunda, sin embargo, aunque protectora y benévola, no podemos aplicarla permanentemente, porque ello significaría, además de una falta de responsabilidad, la voluntad de introducirnos en un mundo ideal, hecho a nuestro gusto, pero ajeno a la realidad. No obstante, con qué ganas nos quedaríamos ahí, para no abrir los regalitos que día con día nos obsequian esos siniestros personajes, que ostentando cargos públicos para los que resultan absolutamente indignos, parecen miembros de la galería del terror o de la casa de los monstruos.
Efectivamente, cuando nos hallábamos en pleno éxtasis visual con el arte, la fuerza y las técnicas espectaculares de los deportistas que compiten en Turín, la boca, abierta ante el asombro de ejecuciones y cuerpos perfectos, se nos desarticula materialmente al escuchar la conversación telefónica (si así puede llamarse al intercambio de vulgaridades) del gobernador de Puebla, Mario Marín, con el empresario Kamel Nacif, que ha provocado justo revuelo en nuestro país, lastimando las conciencias de quienes aún esperamos que las autoridades sean ejemplo de probidad, razón y buen comportamiento. La exhibición del mandatario poblano y demás personajes implicados en el asunto de la represión, violación de derechos humanos y especial “encomienda” para memorable castigo contra la periodista Lydia Cacho, culpable de revelar una historia de pederastia escandalosamente acallada por las autoridades, resulta gravísima y nos involucra a todos.
Gústenos o no, el panorama que se presenta ante nuestra vista requiere la confrontación y el análisis, porque además de mostrar un problema de ética que debe ser resuelto, nos permite observar el conjunto de intereses que lo rodea y que tiene que ver con la vida pública y el desarrollo social de nuestro país.
¿Cómo es posible que individuos como Mario Marín -el gober precioso- accedan al poder y representen un Estado? ¿Cómo puede la Ley (los procuradores de Justicia son la Ley) cerrar ojos y oídos ante denuncias como la realizada por Cacho, porque ésa fue la recomendación del “gober”? ¿Cómo pueden los representantes de un partido político “cobijar” solidariamente a uno de sus miembros encumbrados y alegar manipulaciones, distractores, cortinas de humo o artilugios de la Oposición en épocas preelectorales, cuando ante la sola mención de los delitos que se sugieren y los actos que se exhiben no quedaría más que callar, investigar a fondo, publicar resultados, exigir cuentas al responsable y pedir perdón a la sociedad? ¿En qué cabeza cabe que los mexicanos podamos confiar en gente que ejerciendo su poder miente, roba, manipula, aterroriza y protege a los delincuentes, con la seguridad de que el aparato partidista y la cantidad de colas pisables que en él abundan ampararán por siempre sus desmanes?
De un tiempo acá, el argumento empleado por funcionarios y autoridades para diluir cualquier responsabilidad pública es calificar los delitos como “asuntos electorales”. Si alguien es acusado de violar alguna norma, el caso no se investiga porque es claramente electoral. Si el ex gobernador y ex precandidato Montiel malversó fondos públicos y centuplicó su fortuna personal en cinco años, no pueden seguírsele las causas porque se interpretaría como recurso electoral; si los hijos de la señora Fox cometieron uno o muchos delitos, no serán llamados a juicio, porque también es una artimaña electorera de la Oposición; si el funcionario “equis” salió bien librado del asunto y es porque le debían una y eso favorecerá la elección. El alud de crímenes del narcotráfico, la fuga de capos detenidos en los penales mexicanos, los ataques a periodistas, las muertas de Juárez y de Jalisco, el muro de la vergüenza en la frontera, los cubanos expulsados, los crímenes de la Mataviejitas y hasta el gol que permitió Oswaldo Sánchez mejor ni se tocan, porque son rollos de carácter electoral que marcarán la ventaja de uno u otro de los contendientes, perjudicando a los demás… ¿Y entonces cuándo? ¿Por qué la Ley y la Justicia tienen que hacer fila y ponerse detrás de los intereses partidistas para que la carrera hacia la Presidencia sea más cómoda o para no afectar el resultado de las encuestas nuestras de cada día?
Creo que precisamente ése es el problema: el que en México la Ley se ha subordinado a toda clase de intereses, pero especialmente los de los políticos que tienen o tendrán algún lugar en las casas de Gobierno. No hay otra forma de explicar que, fuera de todo código ético y al margen del más elemental sentido de la responsabilidad, los que están ahí, comprometidos con un pueblo que los eligió, abandonen tan tranquilamente sus cargos antes de terminarlos, embarcados ya en la aventura de conseguir un nuevo puesto, o que cambien de partido cuando la canoa del suyo empieza a zozobrar: no habiendo ideología -como notoriamente no la hay- tampoco hay escrúpulos por cumplir la obligación jurada o mantener fidelidad. Los intereses de la ciudad -“política” en su sentido literal- quedan sofocados por los personales, por el afán desmedido de poder, por la codicia de los aspirantes que sólo anhelan estar ahí, donde todo se puede, donde no hay límites, donde la impunidad y las alianzas de corrupción les permiten lo que quieran a cambio de una llamada telefónica y una hermosa, pero muy hermosa “botella de coñac”.
Claro que es más cómodo, más alentador contemplar el deslizamiento de los esquiadores adueñándose de las montañas, imaginar el viento helado cortando sus rostros, admirar la sincronización de movimientos y la destreza con que los atletas invernales rompen marcas y exhiben talentos; pero la realidad mexicana nos llama, nos exige poner atención, nos urge a tomar decisiones que más tarde nos permitan mirar de frente a nuestros hijos sin sentir vergüenza de nosotros mismos, de nuestra debilidad y nuestra dejadez.
Igual que hace 600 días un sector de capitalinos pensantes se manifestó contra las autoridades incapaces de frenar la inseguridad, hoy mismo, pero a nivel nacional, estamos obligados a solidarizarnos en una protesta que nos incluya a Todos, para poner punto final a esta historia de incompetencia y corrupción que nos aniquila.
De cualquier forma seremos acusados de electoreros, pero no importa: más que nunca estamos obligados a exigir, de una vez por todas, la recuperación de nuestra dignidad.
ario@itesm.mx