Por andarle siguiendo la pista a numerosos incidentes de la vida pública de estos meses, que van de la enfermedad de Castro (quien ha jurado no morir: ¡Dictadura o muerte, mejor lo primero!) y las penurias de Günther Grass hasta las andanzas de la República Patito del Zócalo, se nos pasó una efeméride bastante significativa por lo que entraña para el futuro del Siglo XXI.
Este año se cumplieron treinta años de la muerte de Mao Zedong, fundador, torturador y regidor de los destinos de la República Popular China.
Uno de los fenómenos más significativos de este nuevo siglo es la emersión de China como un auténtico titán en lo económico, lo geopolítico y hasta lo deportivo, luego de siglos en que ni quién pelara al Imperio del Centro (del mundo, según ellos). En realidad lo sorprendente fue lo mucho que China tardó en tomar el lugar que siempre le ha correspondido en el concierto mundial como el país más poblado, el tercero más extenso y uno de los más dinámicos y creativos. Podemos decir que la perreada que se le había puesto a China durante casi un siglo y medio, ésa era la verdadera anomalía.
Tal atraso y bocabajeada se debió, en parte, a dos factores: por un lado a su aislamiento secular, que en el siglo XIX la convirtió en fácil presa de las potencias modernas e industrializadas, que no se cansaron de sacarle concesiones y de humillarla; y por otro lado, en el siglo XX, a la larga cadena de guerras intestinas y exteriores, y el triunfo de Mao con el consecuente establecimiento del socialismo en tan extenso país. Lo más notable es que el régimen de Mao resultó mucho peor que las invasiones, depredaciones, destrucción y guerras previas.
O al menos eso nos deja ver ?Mao: la historia desconocida?, de Jung Chang y Jon Halliday (Taurus, 1,032 páginas), en que se realiza una exhaustiva investigación de la vida del Gran Timonel (como le gustaba que le dijeran, incluso cuando el barco estaba encallado); y que, como el título promete, incluye numerosos datos nuevos sobre el hombre que de un plumazo pintó de rojo a una quinta parte de la Humanidad. Sólo por ello, el mundo nunca volvería a ser el mismo.
Jung y Halliday hurgaron en archivos, memorias, diarios y la muy humana y universal vocación por el chisme entre todo tipo de gente que tuvo algo que ver con Mao. Todo ello les sirvió para construir lo que constituye el retrato de un monstruo que apenas tiene paralelo en la historia. Como ya habíamos comentado hace poco en este espacio, en la misma alineación que Mao apenas pueden aparecer Hitler y Stalin. No sólo son esos tres los responsables de la muerte de más seres humanos en la historia; sino que no tienen ningún paliativo ni excusa: todo lo hicieron por alcanzar y retener el poder. Si para ello sacrificaban a millones de personas (en el caso de Stalin y Mao, fundamentalmente paisanos), no les temblaba la mano ni se les iba el sueño.
Lo más interesante del libro es que devela numerosos hechos que hasta ahora habían permanecido ocultos, y que sirven para explicar muchas cosas que antes no se comprendían.
La mayoría deja mal parado a Mao: por ejemplo, la mentada Larga Marcha (la huida comunista al norte para escapar del exterminio por parte de Chiang Kai Shek) ocurrió sólo porque Chiang la permitió: era el precio por la vida de su hijo, rehén de los soviéticos. Según los autores, Chiang hubiera liquidado al Ejército de Mao como mosca atarantada a la hora que hubiera deseado. Pero no lo hizo dado que su vástago estaba en manos de Stalin.
Asimismo, Mao aparece como incapaz de organizar ninguna acción militar contra los japoneses cuando éstos invadieron China a partir de 1935. Y revelan que en la derrota de Chiang y sus nacionalistas tuvo mucho que ver la acción de traidores infiltrados y no tanto la capacidad e intuición militar de Mao. Y así le podríamos seguir. La inquina de los autores no tiene límites y se dedican a desnudar uno tras otros los mitos construidos en torno al rollizo dictador que se daba atracones de finas viandas mientras millones de sus compatriotas morían de hambre.
Lo cual resulta un aspecto poco conocido de esta figura enigmática: le encantaban los lujos; muy a su manera, tipo narco de corrido, pero le gustaban. Se mandó construir mansiones y palacios (en los que nunca faltaban los búnkers antinucleares) por toda China, muchos de los cuáles jamás utilizó. Le encantaban las bailarinas jóvenes, y sus achichincles se encargaban de proporcionárselas. Comía con enorme apetito y sus chistes escatológicos eran famosos. Mientras tanto, exportaba enormes cantidades de alimentos a la URSS y otros países para conseguir las máquinas y tecnologías capaces de convertir a China en superpotencia a la brevedad posible. Ello le costó al pueblo chino, especialmente a los campesinos (a los que despreciaba cordialmente) sufrimientos sin cuento y numerosas hambrunas periódicas. La peor de las cuales, durante el llamado Gran Salto Adelante (1958-61) le costó la vida a más de treinta millones de chinos. Sí, leyó usted bien. Mao mató de hambre al equivalente a más de la mitad de los caídos en la Segunda Guerra Mundial. En tiempos de paz. Y eran de los suyos. Y no fueron los únicos ni mucho menos. Los autores, echando cuentas y extrapolando cifras, concluyen que a Mao se le pueden atribuir las muertes no naturales de unas setenta millones de personas: Gengis Khan, Atila, Tamerlán, son niños de arenero en comparación con Mao.
Los crímenes de Mao son incontables por lo variados: al pueblo tibetano lo sometió a un culturicidio que aún persiste y que está a punto de borrar a una civilización pacífica, espiritual y que nunca se ha metido con nadie. A su propio pueblo, para convertirlo en una muchedumbre de robots sin voluntad, que sólo lo obedecieran a él, lo lanzó a destruir su milenaria cultura, quemando libros, destrozando estatuas, templos y porcelanas, mandando a cultivar remolachas a profesores, científicos y escritores: la mentada ?Revolución Cultural? (1966-76), durante la cual murieron millones más, la civilización china sufrió un golpe que ni los mongoles le habían asestado, y se supuso que un país podía conducirse de acuerdo a los dichos de Mao contenidos en el Pequeño Libro Rojo.
Una de las mayores muestras de estupidez colectiva que registre la historia humana.
Para no hacer el cuento largo, Mao se impuso de manera implacable a enemigos y amigos, de los que no tenía muchos y a los que solía purgar con precisa regularidad. Incluso su segundo de a bordo, Zhou Enlai, vivió temiendo permanentemente que lo eliminara en cualquier momento? hasta el amargo final. Durante dos años Mao prohibió que Zhou fuera operado del cáncer del estómago que lo corroía, por una razón muy sencilla: quería que muriera antes que él y no retara el poder de un anciano casi ciego que a los 83 años seguía aferrado al poder.
Su anterior presunto sucesor, Lin Biao, murió en 1971 en un avionazo mientras trataba de huir a la URSS, tras un fallido intento de asesinar al Gran Timonel. Toda una tragedia shakesperiana? que se llevó entre las patas a millones de inocentes.
Cuando Mao murió en septiembre de 1976, China se libró de un tirano que llevaba 27 años (los que duró Stalin tiranizando a la URSS, qué casualidad) poniéndole la bota en el cuello. Al poder subió una camarilla de sobrevivientes que puso a buen recaudo la herencia de Mao (incluyendo a su última mujer), se dejaron de tonterías, y abrieron el país al capitalismo, la inversión extranjera y privada y la economía de mercado (sí, todo lo que combate la izquierda neandertal mexicana).
En 27 años el PIB per cápita de China pasó de 450 yuanes a más de 6500. Claro, fueron los primeros 27 años en que China no estuvo siendo dirigida una y otra vez hacia los arrecifes por la mano homicida del Gran Timonel.
Consejo no pedido para que no se le bata el arroz: Lea ?Balzac y la costurerita china?, de Dai Sijie; y vea la adaptación cinematográfica (Xiao cai feng, 2002), ambas magníficas, conmovedoras visiones del infierno que fue la Revolución Cultural. Provecho.
PD: Al fin descansa William Styron. Nosotros no, mientras sigamos leyendo sus hermosas, implacables novelas.
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