Me gustaría poder explicarle a nuestro Felipe Calderón, la humillación y la vergüenza que significa para quienes lo elegimos presidente el hecho de verlo sonriente y chocando manos con un personaje tan siniestro como la señora Gordillo. Me encantaría ponerlo al tanto del daño grave que sufre su credibilidad y su imagen cada vez que se deja ver con la malhadada “maistra” a menos de un kilómetro de distancia de él.
Tengo como urgencia y deber ciudadano de decirle a nuestro joven y buen Felipe que si en el pasado por las inevitables alianzas que impone la lucha por el poder, ha tenido que transar con esa verruga política, costal de mañas y traiciones; ahora como Presidente de todos los mexicanos está moralmente obligado a evitar todo contacto personal con la susodicha o por lo menos a no avalar sus fechorías dejándose ver junto a ella.
Me encantaría decirle todo eso a Felipe Calderón, pero no me atrevo porque luego me llueven los “mailazos” Que la política no es lo mío, dicen los lectores y tienen razón. Es mejor por lo tanto que me ocupe de asuntos más agradables como los días de gloria que están viviendo en esta capital los “bicitecos”. Ya he contado alguna vez que mi abuelo materno fue pionero del ciclismo. Que su bicicleta –regalo de unas tías solteronas y ricas- llegó por barco desde Francia a Veracruz y de ahí a lomo de mula hasta el pequeño Huatusco donde él era todavía un joven. Cuentan que a mi abue le gustaba chulear con su bici entre las jovencitas que “los domingos y los jueves en el parque principal” socializaban amenizadas por la banda municipal. Cuentan que mi abuelo cuidaba su bici con el mismo esmero con el que hoy, un joven cuidaría un magnífico Lamborgini si lo tuviera. Lo que nunca logró hacer mi abue fue montar la bici. Siempre se limitó a tomarla del manubrio y rodarla junto a él. Es posible que temeroso de que yo hubiera heredado aquella incapacidad, cuando apenas tendría yo seis o siete añitos mi padre me despertó una mañana con el regalo inesperado de una pequeña bicicleta y la orden de aprender a usarla en los próximos cuarenta minutos. “Se trata de pedalear porque si dejas de hacerlo pierdes el equilibrio y te caes” me instruyó. Un poco más tarde con una rodilla sangrante, los codos raspados y varios chichones en la frente, rodé aceptablemente sobre la bici que desde entonces es para mí vehículo de libertad.
Debe ser por eso que me entusiasman tanto las acciones con que nuestro jefe de Gobierno intenta alentar el uso de la bicicleta entre los capitalinos que al menos los domingos, podemos pasear en algunos parque y calles cerradas durante unas horas para ese objetivo, sin la amenaza de los automovilistas que dada su paranoia y total falta de educación cívica, hacen que pedalear por ahí cualquier otro día de la semana sea un suicidio.
Desgraciadamente, la bici está muy lejos todavía de ser una opción de transporte urbano, aunque tal vez valdría la pena valorar la posibilidad de instalar arrendadoras afuera de ciertas estaciones de Metro o en el Centro Histórico para que la gente pueda pedalear en trayectos cortos y entregar la bici en otro estacionamiento pagando sólo el tiempo de uso; como sucede en algunas ciudades europeas donde es común que incluidos niños y ancianos, todo mundo se desplace en bicicleta.
Nuestro jefe de Gobierno ha dado la orden de que sus subalternos lleguen en bici al trabajo por lo menos un día al mes para promoverla como medio de trasporte urbano ecológico y saludable y él mismo ha puesto el ejemplo pedaleando por la ciudad muy bien equipado y resguardado por un fuerte equipo de seguridad.
Lo siento por sus funcionarios quienes sin equipo de seguridad ni condición física para pedalear, no faltará quién acabe bajo las llantas de esos infalibles atropelladores que manejan minibuses y peseras.
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