Antes de terminar el año, George W. Bush cumplió su amenaza, para muchos revestida de venganza personal: matar a Saddam Hussein, colgándolo en la horca, medio para provocar la muerte inventado por los propios persas durante su dominio imperial, desde siempre definida como deshonrosa. La petición de fusilamiento le fue negada, en una muestra de intransigencia y deseos de poner ejemplo al enemigo, a pesar de ser reconocido como jefe supremo de las Fuerzas Armadas de Irak, que intentaron oponerse al Ejército más poderoso del mundo.
Las críticas desde todos los rincones del planeta no se hicieron esperar, aunque algunas fueron simple expresión superficial, diplomática y de cumplimiento a las formas de alianza y hasta sumisión.
La muerte de Saddam Hussein es más que el simple aparente triunfo del Ejército invasor; representa la clara advertencia: la fuerza del más fuerte seguirá, como a lo largo de la historia, siendo usada para reprimir cualquier intento de sublevación.
El tirano iraquí es claro ejemplo de quien utiliza las oportunidades del cruce de las circunstancias en el tiempo: Saddam aprovechó las recibidas en la vida, llegando a ser uno de los líderes más controversiales del siglo XX.
Nació el 28 de abril de 1937, en Tikrit, en el seno de una familia campesina; desde los diez años de edad ?unos dicen que por la muerte de los padres y otros por el abandono? quedó al amparo de su tío materno, Jairallah Tulfah, sunní devoto y oficial del Ejército. Formó parte y fue cabeza del clan Tikrití, y gracias a su insistencia pudo estudiar, en 1962, en la Universidad de El Cairo, después en la Universidad de Mustansiriya en Bagdad. A pesar de haber sido rechazado por la Academia Militar de Irak, recibió una beca del Gobierno Egipcio, matriculándose en la Facultad de Derecho, donde no terminó la carrera por circunstancias políticas y quizá por su mala aplicación académica.
Se unió al Partido Socialista Árabe Baaz, en 1957; a los 22 años intentó asesinar al primer ministro Abd ul Kassem, fracasando y siendo encarcelado. Herido, se disfrazó de mujer logrando escapar a Siria, donde conoció al presidente Gamel Nasser. Más tarde tomaría parte en el golpe de Estado contra el primer ministro iraquí general Kassem y en 1968, participó en otro más. Para 1979, quedó como sucesor del general Ahmed Hassan al Bakr, como dictador del Estado de Irak.
Al inicio de su vida política mostró aparente simpatía por los occidentales, logrando apoyo en dinero y armamento, suficiente para crear uno de los cinco ejércitos más poderosos del mundo, lanzándose a la guerra contra Irán 1980-1988 recibiendo ayuda de Inteligencia militar de Estados Unidos y financiera del Kuwait y Arabia Saudita, ante el temor de que el Ayatola dominara la región.
Luego de dificultades y derrotas, ganó la guerra contra Irán, sintiéndose suficientemente fuerte invadió Kuwait, en agosto de 1990, argumentando los antecedentes históricos de pertenencia. A inicios de 1991, una coalición dirigida por Estados Unidos, le obligó a retirarse, siendo finalmente derrotado durante la guerra del Golfo Pérsico.
Apresado, sometido a un juicio parcial, condenado a la horca y ejecutado en la clandestinidad.
Curiosamente lo asesinaron por encontrarlo culpable de la muerte de 148 iraquíes shiitas, en 1982; a la fecha, producto de la intervención, suman casi 13 mil civiles fallecidos, especialmente niños, mujeres y ancianos y tres mil soldados iraquíes. ¿No le parece inequitativa la aplicación del concepto de justicia?
No hay la menor duda; estamos dialogando sobre uno de los más grades genocidas de la historia, quedando en el tintero de algunos periodistas de los Estados Unidos de Norteamérica el análisis serio: el asesino Saddam Hussein no fue ejecutado por sus crímenes, sino por romper con el compromiso adquirido ante el imperio occidental, quien lo regresó del destierro para que derrotara al Gobierno opositor a sus intereses y luego venciera al líder islámico más fuerte del Oriente Medio en ese tiempo.
De fondo, aparece el ?oro negro? como causante de guerra en la región, que a la fecha ha cobrado más de tres mil muertes de soldados norteamericanos, muchas más de las calculadas por los políticos de ese país.
La realidad: George W. Bush, ha debido utilizar la fuerza bruta para continuar controlando el combustible del mundo, mala señal confirmadora de la decadencia del imperio occidental, que no puede apoyarse en el mayor de los poderes: aquél sustentado en la verdad y razón moral.
Para nuestro infortunio, eso es sólo un paso más en el salvaje proceso de destrucción entre bárbaros tecnificados; la revancha ya la estamos esperando, tal como advirtieron los radicales musulmanes: ?en donde quiera que existan intereses de los demonios imperialistas?. Esperemos no afecten de fondo la salud, vida e intereses materiales propios o de nuestros seres queridos; ese precio no tenemos por qué pagarlo. ¿No le parece?
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