Ciudad de México.- A ochenta días del nuevo Gobierno son realmente pocos los cambios que se respiran en la capital mexicana.
Han resurgido las esperanzas para la ansiada transformación del sistema político mexicano, pero no se perciben señales claras de acción.
El Gabinete de Felipe Calderón no logra todavía carburar. Los secretarios que repitieron siguen sin mostrar algo nuevo y aquellos desconocidos como la secretaria de Desarrollo Social se mantienen hasta ahora en la oscuridad política.
Los más movidos son los integrantes del Gabinete de Seguridad que lanzaron los operativos a lo largo y ancho del país con resultados todavía insuficientes.
El Gabinete económico que encabeza el secretario de Hacienda, Agustín Carstens, es a todas luces la extensión del foxismo que funcionó bien en la macroeconomía, pero que fue desastroso en el combate a la desigualdad social.
Desgraciadamente Carstens y el secretario de Economía, Eduardo Sojo, tampoco tienen a los pobres de México entre sus prioridades. La promesa de que Felipe Calderón rebasaría por la izquierda a López Obrador y los perredistas sigue en veremos.
Para colmo los medios de comunicación no ayudan en este arranque del nuevo régimen. Las primeras planas de los ocho diarios principales son casi todas iguales. Muchas noticias anodinas en tanto los columnistas se dedican a elogiar las elecciones internas del PRI, tal como si este partido que cayó al tercer lugar en 2006, fuera a salvar al país.
Nadie habla de la baja calidad educativa en México, tampoco de los rezagos en la justicia, de la impunidad y menos de cómo la mano de obra mexicana, talentosa y de bajo costo, emigra como un ejército a Estados Unidos ante la falta de empleos y reglas claras para las inversiones extranjeras.
El Senado aprobó un acuerdo para las reformas estructurales, pero más parece un pacto de los partidos para ganar tiempo y acomodar sus intereses que una decisión firme para iniciar los cambios de fondo que requiere México.
Dentro de este ajetreo político que vive el país, llama poderosamente la atención el problema de la inseguridad social que tanto ha costado a los mexicanos en dolor y dinero.
Los capitalinos comentan que los asaltos y los robos de autos siguen a la orden del día, pero que bajaron los secuestros y crímenes. ?Al menos no ha empeorado la situación?, decía un taxista con cierto conformismo.
Pero el precio por combatir la delincuencia ha sido enorme, en buena medida porque en México se atacan los efectos y no las causas.
El número de agentes policiacos impresiona: tres motociclistas por aquí, un par de patrullas por allá, cuatro agentes de Tránsito en un crucero y policías comerciales hasta en la sopa.
Esto ocurre con mayor énfasis en las áreas comerciales y residenciales, pero en las colonias populares la ausencia de elementos es notoria.
En la colonia Polanco, la nueva zona rosa capitalina, saltan a la vista las excesivas medidas de seguridad: cámaras ocultas, rejas gigantescas, casetas de seguridad, timbres con video y en algunas casas particulares conviven las 24 horas con vigilantes armados.
En restaurantes y oficinas corporativas los altos ejecutivos con sus ?guaruras? y carros de lujo blindados son notorios por su número y por la arrogancia que hacen gala.
La delincuencia organizada sentó sus reales hace años en la Ciudad de México, se extendió a Guadalajara y luego al resto de las ciudades grandes de México. Hoy en día muy pocas regiones escapan a esta grave realidad.
Lo más lamentable es que los mexicanos se han acostumbrado a vivir en medio de la violencia citadina cuando en otros países ha ocurrido exactamente lo contrario.
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