Toda la polémica e incertidumbre en torno al Primer Informe de Gobierno del presidente de la República, Felipe Calderón Hinojosa, terminaron en un acto que apenas duró tres minutos y en el cual, salvo la ausencia de los legisladores perredistas, no se presentaron problemas mayores como los que muchos esperaban.
No obstante, lo ocurrido este fin de semana abre la puerta para el análisis sobre cómo el titular del Ejecutivo Federal deberá en lo sucesivo presentar al Poder Legislativo su informe del estado que guarda la nación, una vez que el antiguo formato, surgido de la era priista -ritual fastuoso, reverencial y antirrepublicano-, ha desaparecido.
La incapacidad de las distintas fuerzas políticas de llegar a un acuerdo para decidir el formato del Primer Informe de Gobierno, derivó en que el antiguo rito, modificado por la fuerza en el último año de Vicente Fox y sepultado hace dos días, fuera sustituido por una ceremonia en dos actos que se antoja un parche temporal mientras se decide una forma más adecuada a los tiempos actuales.
El sábado primero de septiembre, como lo establece en Artículo 69 de la Constitución, Felipe Calderón acudió a entregar su informe en la tribuna del recinto de San Lázaro y un día después emitió desde Palacio Nacional un mensaje en donde resume los logros alcanzados por su Administración en los primeros nueve meses de Gobierno, además de lanzar un llamado al diálogo para alcanzar las metas comunes y así transformar al país.
Para muchos puede parecer una cuestión de forma o de poca relevancia el formato del informe, sin embargo, ese acto define en cierta medida la realidad política de la República. Si los partidos no pueden dialogar y alcanzar acuerdos en torno a una ceremonia de acercamiento y respeto republicano entre los poderes Ejecutivo y Legislativo, como debería ser el informe del presidente, entonces ¿qué se puede esperar de temas más profundos y trascendentes que implican la participación responsable y consciente de todas las fuerzas políticas del país?