Voy a contarles una historia. Un muchacho de dieciocho años conoce a una muchacha deslumbrante de dieciséis. Se muere de amor por ella, pero no se atreve a dirigirle la palabra. Ella es alta y espigada y tiene una espesa melena negra que lo vuelve loco. Después de varios meses de sufrimiento amoroso, el muchacho reúne el coraje necesario para invitarla a salir y para su total estupefacción, ella acepta. Llega la noche señalada y él está hecho un puñado de nervios, pero llega muy puntual a recogerla. Ella abre la puerta de la casa y él queda petrificado: tiene puesta una minifalda diminuta que deja ver unas piernas kilométricas doradas por el sol del verano austral. Él la lleva al bar de moda para impresionarla y ella se sienta a su lado en la barra, demasiado cerca de él y cruza las piernas kilométricas con una lentitud maravillosa. Él intenta mantener la compostura, no vaya a ser que se le note que está a punto de sufrir un infarto fulminante. Ella sólo sonríe. Sonríe como sonríen las diosas de hielo y espera. Él sabe que tiene que hablar, tiene que ponerle conversación, desplegar sus encantos verbales para seducirla, pero cuando está a punto de comenzar, se da cuenta de que no se le viene una sola palabra a la cabeza. Nada. Cero. Encefalograma plano. Los kilométricos muslos desnudos no lo dejan concentrarse. Tartamudea. Y lo único que se le ocurre es acercarse un poco más y lanzar un suspiro amoroso. Se inclina sobre ella en gesto romántico y la mira con ojos de borrego. Inhala el aire, pero está tan nervioso que lo bota con demasiada fuerza y entonces sucede lo peor: ¡un moco enorme sale disparado de su nariz con fuerza demoniaca y estalla en toda la mitad de aquel kilométrico muslo desnudo! ¡El súmmum del horror!
Así recuerdo haber escuchado en una conferencia en Buenos Aires, la anécdota de la primera cita de amor del maestro Roberto Fontanarrosa. Aunque ninguno de los homenajes de la prensa internacional, los comentarios de sus amigos y admiradores pueden llegar a igualar la genialidad cómica y el don de la gracia con los que Fontanarrosa contaba sus historias y creaba personajes inolvidables como “Boogie el aceitoso”, quien mejor nos puede dar testimonio de esto es el propio legado que el maestro de la risa nos dejó, sus magníficos cuentos, los míticos personajes de sus tiras cómicas que hicieron reír por años generaciones enteras. La magia de la risa en el cómico se vuelve estética, es esa cuerda floja por la que se mueve un personaje entre las ironías de la vida y el absurdo de vivir. Así fue como vivió Roberto Fontanarrosa: adornando la tragedia con la risa, transformando la situación que causaba llanto seguro en carcajadas, haciendo reír una sociedad con su propia tragedia, con su propia verdad. ¿Ahora quien nos hará reír? Me pregunto esto una y otra vez, todavía no puedo creer que esta semana haya partido para siempre, quienes seguimos cuidadosamente su trayectoria y genialidad, no nos queda más que celebrar su mágico talento, una inteligencia despojada de cualquier pretensión de vanidad, como lo recuerdan quienes tuvieron la fortuna de ser sus amigos cercanos. El escritor rosarino fue homenajeado por los caricaturistas de los principales diarios de Latinoamérica y Página 12, en Argentina puso en la portada un dibujo de Mendieta, el perro que acompaña a Inodoro Pereyra, la más grande creación de Fontanarrosa, con una lágrima y mirando el cielo. Nos queda una forma a sus admiradores de seguir queriéndolo, hay que leerlo y releerlo, muchas veces, tantas que con el tiempo volvamos a vestir la tragedia con la risa. Como dice el poeta: “Cuando alguien dice la verdad y hace reír, no le pasa nada”.
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