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Adivina, adivinador| A la ciudadanía

Magdalena Briones Navarro

Uno de los factores que hace posible la socialidad, es la comunicación entre sus componentes, quienes para lograrla usan todos sus sentidos, sea para captar una realidad y emitir un mensaje, sea para recibirlo; lo que lleva a otra necesidad: la común aceptación del significado del mensaje.

Entre muchas sociedades animales los mensajes más importantes para su conservación funcionan perfectamente entre los individuos, sean sonidos alertadores o de alarma, sean olores amenazantes o de reconocimiento de iguales; la visión, los sabores, el tacto o contacto selectivos están prestos para funcionar.

Entre las sociedades humanas la cosa se complica. Si en sus primeros pasos tenía el hombre una enorme y precisa recepción sensorial, ya no la tiene tanto, según observo y atribuyo sobre todo a la multiplicidad de factores que, inaprensibles o intraducibles directamente por los sentidos aminorados y por el cerebro poco y mal entrenado le rodean, haciendo imposible un ordenamiento de ellos y de su manejo.

El triunfo del reconocimiento de la realidad, sobre todo de la que aporta a la existencia, se da más clara e intuitivamente en culturas antiguas: la unicidad de la especie, por lo menos del grupo natural, su salvaguardia; la custodia y respeto, cuando no deificación de los bienes naturales que posibilitan la vida; la preocupación por transmitir lo valioso, encontrar la belleza reconfortante en medio de las luchas y sinsabores de la vida, etcétera.

Hoy la importancia de la especie, del grupo, de los bienes naturales, las ventajas y goces de ellos derivados, el mensaje sabio, el asombro y deleite de la contemplación de lo maravilloso que nos rodea, parecen haber caído en desgracia.

Conmueven, sólo teórica y fugazmente, el asesinato de cientos de miles de personas, el agotamiento de las riquezas comunes; las palabras sensatas conductoras al bien pensar y el bien hacer parecerían, a veces, hasta tontas.

La acumulación de conocimientos e inventos descansan en la Ciencia y en lo científico, que no siempre es atinado, pero intenta serlo.

Deseo su prosperidad, pero me preocupa su aplicación si se mantiene la equivocada lectura de la existencia que prevalece y se empeora en la actualidad, rodeada artificial y convenencieramente de un halo justificante.

Los imperios, las conquistas, se logran subsumiendo o aboliendo la identidad del conquistado mediante la imposición ideológica, lingüística (conceptual), costumbrista, formas de producción del triunfador. ¿Qué le impide a éste incorporar a la suya lo bueno de la cultura conquistada?

Es posible que al conquistador parezca suficiente su triunfo. Si éste le trae recompensas en dinero o bienes, no le trae ninguna aboliendo sistemas milenarios conservadores y guardianes de lo valioso para una mejor existencia.

Al conquistador individual, nacional o corporativo, no lo importa incorporar o incorporarse bienes de desarrollo humano propios y ajenos. Le importa su “ganancia” liquidando todo estorbo material, tecnológico, ideológico del conquistado; o sea, coronará su hazaña borrando todo vestigio de la cultura original y de ser necesario también a sus supervivientes. No siempre le es necesario matar a todos los infortunados subsumidos a su poder: también está aterrorizarlos por cuantos medios tenga a su alcance “implantados por su justicia”. ¡Ay de ti si no obedeces!

Lo curioso es que se espera del esclavizado: respeto, admiración, hasta devoción; buena conducta, cumplimiento voluntario de las leyes, su mercedado servilismo.

Si tales situaciones van contra natura, obviamente por sanidad y supervivencia, el ofendido no podrá cumplir plenamente lo exigido; fingirá, se cosechará en él un profundo e inevitable resentimiento, odiará lo que hace y la fuente de su acción. Le quedará una salida: ser verdugo de su propio grupo a cambio de migajas obtenidas de una alianza con los “fuertes, buenos, poderosos y hasta preciosos” que ejercen el dominio.

¿Cómo pueden, pues, los seres humanos comunicarse si su complicada existencia no permite la igualdad, la fraternidad, ni la libertad, si estos conceptos son diferentes para los grupos citados; si el disfrute de los bienes es exclusivo, como lo es la impartición de la justicia; si la depauperización acanalla y la riqueza y el poder encumbran socialmente en este conjunto bipolar?

¿Cómo puede haber aceptación de un mensaje si la realidad intuida y a veces analizada, no apoya su congruencia?

Ante la pertinaz utilización de mensajes que “encierran la legitimidad de verdad” que la realidad contradice, se desvirtúan palabras y mensajes, pierden validez y credibilidad; son fraudulentos. La experiencia de la práctica ofende sensibilidad y juicio del receptor en razón directa de la reiterada contradicción con el mensaje. Al mentiroso consuetudinario acaba por no creérsele ni cuando dice verdades.

Así, todo mensaje se vuelve sospechoso, tiene un doble sentido, es alburero. ¡Qué difícil traducirlo!

Lo peor es que en tan farragosas traducciones se gasta un tiempo social y personal pasmosamente desperdiciado, paralelo al perdido en eficiencia, certeza y seguridad, contrarios a la estabilidad social y su acertado gobierno.

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