Hace frío. Por la calle todos caminan rápidamente y tratan de esconder sus cabezas dentro de la chamarra. El viento hace que las pequeñas aves tiemblen y un perro sin dueño descansa bajo el único rayo de sol que las nubes del invierno dejaron pasar.
A pesar de las bajas temperaturas, todo marcha como siempre: los niños van a la escuela, los comerciantes abren sus tiendas, las secretarias llegan puntualmente a su trabajo, los barrenderos limpian las calles, los vendedores ambulantes atienden su negocio y Pepe acude al lugar de costumbre en busca de algunas monedas.
Es increíble que Pepe no desmaye en su lucha por sobrevivir, a pesar de estarse congelando. Su apariencia física es la de un niño, pues sólo tiene cinco años. Pero en el interior Pepe es ya un hombre. Pocos han sufrido como él, pocos seres humanos se vieron obligados a tener en su infancia la madurez necesaria para renunciar a los juegos de todos los niños, a las ilusiones y a las esperanzas. En lugar de esto, Pepe tiene que luchar diariamente por conseguir algo para comer. Pepe es muy conocido entre los demás niños de la calle, sin embargo, nadie sabe sus apellidos o dónde vive. Nunca sonríe, pues en su casa no le han enseñado lo que es la felicidad. Siempre anda callado, como si no supiera hablar. Las únicas palabras que le han oído decir son: ?Señor, tengo hambre. Deme algo pa? apaciguarla?. Cuando pronuncia esta frase, lo hace tan tímidamente, que casi nadie lo escucha o al menos eso es lo que fingen las personas a quien les pide, pues ni siquiera se conmueven al ver a ese niño de corazón adulto.
Nadie sabe si Pepe sobrevivirá al invierno. Ni él mismo lo sabe, sólo se preocupa por ir al crucero de costumbre, extender la mano y después comprar la suficiente comida como para poder despertar al otro día. La piel de Pepe está muy reseca por el intenso frío. Una chamarra tan delgada como una sábana es todo lo que tiene para cubrirse. Cuando el viento sopla y él no aguanta más, junto a otros niños prende en un botecito de lámina una pequeña fogata que alimenta con varas delgadas y frágiles, iguales a él. El lunes Pepe no llegó al crucero. Lo mismo pasó a la mañana siguiente.
Los niños que lo conocen no han vuelto a saber de él. Unos dicen que de seguro ya está pidiendo en otro lado, pero otros aseguran que el invierno se apoderó de él. Triste es la historia de Pepe y más triste aún es saber que en México hay miles de niños idénticos a él. Es lamentable enterarnos que en la Sierra Tarahumara existan seres humanos que perdieron la vida, sólo por no tener una cobija que los cubriera de las inclemencias del tiempo. Sin duda, el nuestro es uno de los países latinoamericanos con mayores índices de pobreza.
Se calcula que en México hay más de 65 millones de pobres, es decir, el 67 por ciento de los mexicanos carecen de una buena alimentación, de un lugar digno para vivir y de la posibilidad de gozar de los servicios básicos, como agua, luz o asistencia médica. Recién iniciamos un nuevo año.
Los compromisos para ser mejores quizá todavía no los hemos cumplido. No es tarde todavía para comprometernos a ayudar a quienes nos rodean. Estoy seguro que una vieja cobija olvidada en la parte más alta del clóset, puede ser suficiente para arrancarle una sonrisa a un niño. Muchas veces exigimos al Gobierno que mejore las calles o que construya grandes parques de esparcimiento. A mí no me importa ya todo eso, pues evitar que un ser humano se muera de frío o de hambre, es mucho más importante que la construcción de un paso a desnivel.
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