Como para estas alturas lo saben ya todos los mexicanos (incluidos comatosos, desaparecidos por el narco, náufragos que andan por ahí desde hace nueve meses sin que les dé escorbuto y hasta el ganado que tenemos pastando en San Lázaro), el día de hoy se cumplen cincuenta años de la muerte de Pedro Infante (PI de aquí en delante), el Ídolo de México. A medio siglo de su desaparición física, el buen Pedro continúa siendo noticia, generando comentarios y discusiones y suscitando admiración sin concesiones ni cortapisas. Todo lo cual nos obliga a hacernos (al menos) tres preguntas: ¿Qué hizo de PI un ídolo? ¿Por qué no ha vuelto a surgir un fenómeno semejante en dos generaciones? ¿A qué se debe la persistencia de la memoria (breve homenaje a Dalí) de un hombre que murió cuando el 85 por ciento de los mexicanos aún no nacíamos?
Vamos por partes: ¿Qué es un ídolo? ¿Cuáles serían las características que lo definirían? ¿Y cuántas hay que tener para encarnar a uno, como lo hacía PI?
En gustos se rompen géneros, pero creo que podríamos lograr un consenso en torno a un puñado de elementos constitutivos de un ídolo:
a) Tiene un talento especial: después de todo, no se puede ser ídolo sin poseer capacidades diferentes a las del común de los mortales. Y hasta eso, no tiene que ser capaz que realizar grandes proezas. Espero no molestar a demasiada gente si digo que la voz de PI no tenía nada de excepcional. Sabía cantar, eso sí; pero para ello se requiere algo menos que capacidad musical y algo más que entonación. Parafraseando a un personaje de Paco Ignacio Taibo II en relación a Javier Solís: “No es que cantara bien; es que paraba la trompita a toda madre”.
Tiene atractivo físico: aunque no es necesario que sean Adonis o Afroditas, está difícil hallar un ídolo feo… aunque me podrían decir que Rubén “el Púas” Olivares y Paquita la del Barrio pudieran calificar. Pero no, porque ninguno de esos dos casos aplica para lo que sigue:
Es universalmente querido, independientemente de región geográfica, clase social y preferencia futbolística. Lo interesante del fenómeno PI es que no tenía (ni tiene) críticos ni enemigos visibles. Un servidor lleva en este mundo casi lo mismo que Pedro fuera de él y jamás he escuchado a nadie decir que PI le cae gordo, que le parece antipático, que está sobrevalorado. No hay mexicano bien nacido que no quisiera tenerlo por compañero de parranda o vecino de la cuadra. El carisma de PI es tan evidente, tan rotundo, como inexplicable… como debe serlo todo carisma. Y ligado a ello:
Se relaciona inconscientemente con todo el mundo: en la vida real muchos admiradores presentes y pasados de PI, jamás tendrían el menor contacto amistoso o siquiera social con un carpintero, un huasteco (y con tres, ni locos), un motociclista de tránsito, ni mucho menos con el indio Tizoc. Sin embargo, creen conocer esas vidas, ambientes y vicisitudes a través del hombre que según ellos los supo encarnar y piensan que, si se saliera de la pantalla, podrían ser sus cuadernos del alma. Es ese extraño vínculo que genera el ídolo con las masas: si no es de los nuestros, es de los otros, pero se siente como si fuera de los nuestros.
Sin duda, PI conjuntaba a la perfección esas cuatro características básicas. Además de otras que suelen ser concomitantes pero no necesariamente esenciales: se le atribuían amoríos, si no muy numerosos, sí suficientes para envidiarlo; tenía aficiones fuera de lo común (el volar aviones era su pasión); había tenido sus roces con la muerte (a la hora de catorrazo en Mérida portaba una placa de platino en el cráneo, por otro accidente de aviación). Y no se escondía de sus fans. A su muerte, además, se añadió otro mito fundamental: que realmente no había fallecido, sino que (dependiendo de a quién escuchara uno) quería alejarse del mundanal ruido; había quedado tan deforme que no deseaba que sus seguidores lo vieran así o tenía deudas de honor que sólo desapareciendo podía saldar. Todo con tal de no darlo por perdido.
Responder la primera pregunta, como se ve, no tiene mucha ciencia. La segunda es más compleja: ¿Por qué no se ha repetido el fenómeno? En un país que exalta la mediocridad en todas sus formas; que hace idiosincrasia nacional de la cultura del mínimo esfuerzo y que tiene una enorme tolerancia a la estupidez (ajena y propia), era como para que hubiera aparecido al menos un par de sucesores del buen Pedro en las últimas cinco décadas. Pero no; más aún: no sólo no ha surgido nadie ni remotamente parecido; sino que está difícil hablar de un ídolo mexicano (con las características arriba mencionadas) a secas.
Algunos me darán una lista más o menos abultada, que incluiría a personajes tan variopintos como Chespirito y Cuauhtémoc Blanco, pasando por “El Toro” Valenzuela, “El Santo”, Raúl Velasco y el ya anotado “Púas” Olivares (junto a otra docena de púgiles). Pero según los criterios ya descritos, mucho me temo que ninguno de ésos tiene madera (ni condición) de ídolo na-cio-nal. A mí me da mucha risa cuando algunos comentaristas “nacionales” cuestionan apasionadamente por qué el América se atrevió a “vender un ídolo como Cuauhtémoc Blanco al futbol de Estados Unidos”… ¿Ídolo? Ese patán golpeador de mujeres, ¿ídolo? Típico autismo chilango: esos sabios no se han enterado que medio país simple, sencilla y muy sinceramente detesta(mos) a esa lacra.
Quizá lo más obvio sería responder: un fenómeno como PI no se da en maceta y está en chino que se repita en varias generaciones. Un país como Argentina, con tres ídolos indiscutibles (y omnipresentes: uno se los topa en todos lados) como Gardel, Evita y el “Pelusa” Maradona, es un caso fuera de lo común.
Contestar la tercera pregunta, el por qué PI sigue teniendo el arrastre que tiene medio siglo después de muerto, resulta todavía más complicado. Aunque se presta a juguetear con no pocas hipótesis, que van desde la sicología colectiva de vecindad hasta el atarantamiento general y generacional, aviesamente asestado por Televisa a través de su programación vespertina de los sábados desde hace… siglos, parece. Pero yo tengo la mía. Ahí les va:
¿No será que la popularidad del buen Pedro tiene que ver con la nostalgia por aquellos tiempos más sencillos, de carpinterías que sí daban para comer y motociclistas de tránsito simpaticotes, que chiflaban canciones yendo a sesenta kilómetros por hora y que no mordían… al menos en su tiempo en pantalla?
Su persistencia podría decirnos algo de lo que hemos dejado de hacer en el último medio siglo, como sociedad y como nación. Después de todo, en ese luengo tiempo nada más no hemos dado el estirón, seguimos teniendo caudales de pobres y la modernidad apenas ha alcanzado y sólo de refilón, a algunos sectores de la sociedad. Las promesas que parecían alcanzables hace cincuenta años siguen dándonos la vuelta.
Quizá por ahí vaya la explicación del fenómeno Pedro Infante: con sus canciones, sus personajes, su sencilla filosofía vital, nos recuerda a qué le tirábamos como pueblo hace cincuenta años… y la manera lastimosa en que hemos fallado, el fracaso que somos como nación. Pedro Infante permanece en el imaginario colectivo porque mucho de lo que Pepe el Toro esperaba… lo siguen esperando muchos mexicanos.
Consejo no pedido para asegurar contra incendio la carpintería: Lea “¡Ahí viene Martín Corona!”, de Agustín DeGyves (Planeta, 1993), crónica del México contemporáneo desde la perspectiva de un hombre cuya condena es ser igualito… a Pedro Infante. Provecho.
PD 1: Se nos fue Kurt Vonnegut; quienes todavía apreciamos la imaginación cáustica como arma intelectual, estamos de luto.
PD 2: ¿Para cuándo el par vial Tecnológico-Gómez Morín? ¡Construir el faro de Alejandría tomó menos tiempo!
Correo:
anakin.amparan@yahoo.com.mx