Ser una persona decente no es cosa sencilla. Hace una semana sugerí la lectura de una media docena de libros para el paréntesis navideño. Ahora sólo hablaré de un volumen, aún cuando no estoy seguro de recomendar su lectura. Se trata de un libro sobre la maldad, no obstante llevar por título Las Benévolas, escrito por Jonathan Littell.
No es casual que esta novela se haya convertido en el libro del año en Europa y recibido el premio Goncourt, máximo galardón literario francés. Relata las memorias de Maximilian Aue, un funcionario de la SS a quien “le tocó” exterminar y torturar a enemigos políticos del régimen Nazi durante la Segunda Guerra Mundial. Pero no se trata de una obra más sobre el Holocausto. Se trata más bien, y de allí la conmoción que este libro ha causado, de la manera en que el ser humano puede cometer las mayores atrocidades en nombre de la fe, el bien común o simplemente por la legítima necesidad de hacer su trabajo de manera correcta y eficiente.
O como el propio autor lo señala en una entrevista al diario El País: “ocurre que muchos chicos y chicas de cualquier Estado americano eligen marcharse a Irak a torturar gente. Éticamente están muy confundidos, está claro. Pero se puede entender esta confusión cuando existen juristas que en ese país legitiman la tortura, ¿qué puedes esperar? Cuando se les da una formación militar con arreglo a eso, ¿qué esperas? No puedes esperar que alguien no te torture porque sea un buen tipo y se apiade, debes exigir que nadie torture a nadie, sencillamente porque existen leyes que lo prohíben y que eso se castigue”.
La verdadera maldad no se encuentra en el comportamiento de los sicópatas, sino en la aceptación activa del hombre común y corriente que se convierte en una máquina trituradora de otros hombres. Así lo explica el propio torturador: “en el programa de exterminio de los enfermos, seleccionados mediante disposiciones legales, los recibían en un edificio unas enfermeras profesionales que registraban la entrada y los desnudaban; unos médicos los examinaban y los llevaban a un cuarto cerrado; un operario abría el gas; otros, limpiaban; un policía extendía el certificado de defunción. Cuando, después de la guerra, interrogaron a esas personas, todas dijeron: ¿Culpable yo? La enfermera no mató a nadie, se limitó a desnudar y a tranquilizar a unos enfermos, gestos habituales en su profesión. El médico tampoco mató a nadie; sencillamente confirmó un diagnóstico, ateniéndose a criterios fijados por otras instancias. El peón que abre la llave del gas, esa persona que es, pues, la que se halla más próxima en el tiempo y en el espacio al asesinato, realiza una operación técnica bajo el control de sus superiores y de los médicos. ¿Quién es culpable, pues? ¿Todos o nadie? ¿Por qué iba a ser más culpable el operario encargado del gas que el operario encargado de las calderas, el jardín o los vehículos?”
Esto es válido incluso para el soldado que dispara su fusil en la sien de otro hombre. El condenado fue puesto allí por otros hombres. El que aprieta el gatillo no es más que el último eslabón de la cadena de quien se espera no se haga más preguntas. “Como la mayor parte de la gente, no pedí convertirme en asesino, Si hubiera estado en mi mano, me habría dedicado a la literatura”, concluye el oficial nazi.
Ciertamente hay sicópatas en la guerra que se solazan con la crueldad. Pero las atrocidades masivas son cometidas por hombres y mujeres que siguen haciendo en la guerra lo mismo que hacían durante los tiempos de paz: obedecer órdenes. “Los hombres corrientes que forman el Estado son el auténtico peligro. El auténtico peligro para el hombre soy yo, y sois vosotros”, dice el personaje.
Él no escogió estar allí de la misma forma que la víctima tampoco lo hizo, argumenta el torturador. ¿De veras? ¿No hay elección? ¿Lo único que nos separa de convertirnos en un asesino –peor aún en un torturador- son las circunstancias? Creer eso y aceptarlo es la verdadera maldad, y ésa es en el fondo, la tesis de este libro terrible y desesperanzador.
Cientos de miles de iraquíes inocentes han muerto “por culpa de nadie”. Ellos no participaron en el ataque a las torres de Nueva York y la mayoría no había tenido alguna relación con norteamericanos como los que oprimieron el gatillo que segó sus vidas. No es “culpable” el académico neoconservador que en calidad de asesor impulsó la tesis del “castigo preventivo contra los enemigos de Norteamérica”, ni el presidente reconvertido al evangelio urgido en dar un golpe por razones de Estado, ni el general eficiente que optimiza el número de víctimas. Y desde luego tampoco es culpable el soldado que dispara a un turbante amenazador. Ni el oficial que “interroga” prisioneros, convencido de que la información que arranque salvara vidas de compatriotas. Todos “hacen” su deber. Sólo son personas cumpliendo con su trabajo, es decir, desencadenando el mal, de manera sistemática, atroz y devastadora.
Es exactamente el mismo mecanismo que permite la reproducción de la corrupción o la injusticia en México. Eso es lo que lleva a muchas personas a dormir con tranquilidad a pesar de trabajar en juzgados y prisiones de Chiapas que han condenado a chivos expiatorios por la matanza de Acteal; o lo que conduce a ministras de la Suprema Corte como Olga Sánchez Cordero a votar a favor del “Gober Precioso” y su procuradora, a pesar de que eso abrirá la impunidad de otros gobernadores para torturar y victimizar. La verdadera maldad no reside en el pederasta que atormenta a menores, el funcionario que urde corruptelas o el judicial que secuestra personas en sus ratos libres. El corazón del mal consiste en creer que eso no tiene que ver con nosotros, y que, cuando lo tiene, creer que el hecho de obedecer órdenes nos exime de toda responsabilidad. El verdadero mal consiste en vivir de rodillas.
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