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Asomos del voluntarismo

Jesús Silva-Herzog Márquez

Al evaluar el primer año del Gobierno de Felipe Calderón se ha expresado un respaldo generalizado por sus gestos. El contraste con su predecesor le ha sido, sin duda, benéfico. Calderón ha sido un presidente que le restituye seriedad a su oficina, un político que deja atrás la riña perpetua para tratar de arrancarle algún acuerdo a la diversidad. Un buen año para la política simbólica. Asumir visiblemente la comandancia del Ejército; desplegar la Fuerza militar por el territorio para mostrar determinación de Estado; cambiar las palabras del encono por las del respeto y la corresponsabilidad; lograr acuerdos con una Legislatura ya habituada al bloqueo. No desconozco la importancia de estas formas ni, mucho menos, el valor que éstas tienen para conseguir cambios sustantivos. Es claro que, para enderezar el rumbo, era indispensable, cambiar el tono. Felipe Calderón lo ha hecho y está en lo correcto.

Este cuidado de las formas contrasta favorablemente con el desparpajo reciente, pero puede tener una consecuencia gravosa. Me refiero a la posibilidad de confundir forma y sustancia, bajo una lectura superficial de aquel dictum de Jesús Reyes Heroles. Para cambiar el fondo se requiere cuidar las formas, es cierto. En algunos asuntos, el símbolo lo es todo. Pero mal haríamos en convertir la política en despliegue escénico. Y a veces el teatro se come las consecuencias. Los aplausos que recibe Felipe Calderón han sido, hasta el momento, más por dirección de escena que por producción de resultados. Pienso, por ejemplo, en una de las acciones más importantes del Gobierno de Calderón. La determinación con la que hizo despegar su presidencia: los operativos militares para recuperar la tranquilidad que el crimen organizado había secuestrado. Los operativos tuvieron un innegable éxito mediático. La opinión pública registrada en las encuestas se ha pronunciado favorablemente a la actuación militar. No es irrelevante el hecho de que el respaldo a los operativos sea mayor ahí donde se han realizado. Pero, más allá de ese beneficio de popularidad, más allá de su contribución a solidificar la imagen de un presidente decidido y valiente, ¿qué han logrado los operativos? Mi pregunta no es retórica: no sé realmente qué han provocado y no encuentro en el Gobierno calderonista un informe claro del costo de los operativos, de su efecto y el rumbo que la Administración piensa seguir en el futuro cercano.

No soy impaciente —o por lo menos no creo serlo-. Entiendo bien que en doce meses es imposible terminar con un problema tan severo y tan profundo. Lo que echo de menos es el bosquejo de una estrategia que camine al lado del despliegue militar. No lo veo. ¿Existe?

Algo semejante diría de su actitud frente a la emergencia. Desde que se conoció la magnitud de la desgracia en Tabasco, el presidente no ha soltado la plaza. Una y otra vez ha ido a Villahermosa para evaluar la dimensión de la tragedia, para auxiliar en las labores de rescate y supervisar la reconstrucción. El presidente ha dado muestras de agilidad y sensibilidad. Reaccionó con velocidad y buen olfato. Y sin embargo, valdría preguntar si la presencia física del presidente ha contribuido a disminuir la carga de los afectados. ¿Prepara el Gobierno un informe objetivo que dé cuenta de las responsabilidades? ¿Fue capaz el presidente de establecer un mecanismo de coordinación eficaz para hacer frente a la emergencia? No parece ser así, cuando nos percatamos que, hasta hace pocos días, los bancos mexicanos reconocían que no habían entregado aún los fondos que se han recolectado para la ocasión. El presidente estuvo presente, es cierto. Pero, ¿en qué se tradujeron para los habitantes de Villahermosa todas esas horas de presencia física?

Mi sospecha es que hay un asomo de voluntarismo en el discurso y en la actuación política del presidente Calderón. En el discurso es más que claro. Sus palabras, cuidadas y propias, tienden a la exhortación moral más que a una convocatoria precisa. Es curioso que el abogado conocedor de la complejidad de las políticas públicas recaiga con tanta facilidad en la apuesta voluntariosa y moralista. Si se sigue el diagnóstico que con frecuencia expone el presidente públicamente, el problema del país es la falta de determinación y compromiso de sus líderes. Más que corregir defectos institucionales, antes que resolver la pugna de intereses, más que la necesidad de armar una coalición transformadora, es urgente la movilización de las conciencias, o de las almas como les gusta decir a los panistas.

Aquel discurso ante los líderes del país es por ello una buena estampa de una visión política cuyo núcleo es el voluntarismo católico. Nuestro bendito país deshecho por mediocres y egoístas. Invocando la perdición del pecado, Calderón condenaba entonces la pereza de los conformistas, la ambición de los materialistas, la vanidad de los intelectuales.

Pero el impulso voluntarista no se detiene en las palabras. En su actuar político también se ha colado esta veta: el presidente decide detener el alza de la gasolina para solidarizarse con la economía familiar. Resolver los problemas económicos a golpes de sensibilidad y buenas intenciones.

Entre los personajes que habitan el cuerpo de Felipe Calderón hay un abogado que venera la Ley y el Estado, un diputado que entiende las exigencias de la negociación y un aprendiz de tecnócrata que respeta los números. También hay un católico voluntarista que piensa en el Gobierno como una evangelización, una cruzada moral.

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