Uno de los hábitos curiosos de la opinión es su disposición a inventar extrañas figuras de autoridad. Personas que se convierten en portadoras de una palabra mágica, inexplicablemente confiable. Su voz es capaz de transformar el clima social y capitanear, desde su prestigio, el bote nacional. Se escapan del régimen de exigencias ordinarias, del estatuto de obligaciones comunes. Son figuras de autoridad porque imponen su palabra sin necesidad de cimentarla racionalmente. Menciono “autoridad” porque en su influjo contemporáneo hay mucho de aquel viejo imperio de las eminencias. Autoridad del rey filósofo, del monarca sabio, del bendito sacerdote. La noción de autoridad es, en efecto, un antiguo principio de mando que nada tiene que ver con los menesteres deliberativos de la democracia. La autoridad emana de quien encarna valores sublimes. La razón, la verdad, Dios. La orden emana del prestigio del guía. La autoridad se coloca tan distante de la amenaza como de la discusión. Por una parte, la autoridad no depende de la coacción. El complejo simbólico que la envuelve, es suficiente para convocar adhesión. La autoridad tampoco se dispone a debatir con otros sus argumentos en plano de igualdad. Más que argumentar, pontifica. Así ha de ser… porque lo digo yo.
Si este principio se asoma hoy no es porque aparezcan de pronto personajes sapientísimos ante los cuales se rinda la opinión pública. Las figuras de autoridad que brotan de pronto entre nosotros son las portadoras del escándalo. Asumir función de denunciante es alcanzar de inmediato el rango de revelador de secretos. Quien está en condición de develar los misterios del poder y decide emprender la denuncia ocupa un lugar fascinante en la imaginación colectiva. Un pequeño mito lo rodea. Se trata de un hombre que circundó los aros del poder. Vivió entre los gobernantes y seguramente se aprovechó de sus tratos. Estuvo dentro del monstruo, pero un día salió de ahí para combatirlo. No es muy relevante la pureza de sus motivaciones, es probable que lo mueva el abierto propósito de salvar el pellejo o distraer a sus perseguidores. Lo que cuenta es la trayectoria del personaje: tras vivir sumergido en los lodazales, el denunciante salta al centro de la carpa nacional para exhibir la suciedad. El camino que concluye en la carta pública, en la conferencia de prensa o en la entrevista maliciosa parece una proeza. Y es tal la hazaña que la opinión parece deponer cualquier resistencia crítica a sus delaciones o denuncias. El pillo se vuelve, de este modo, referencia de autoridad: si lo dice este hombre que estuvo tan cerca de la cumbre, será necesariamente verdad.
El emisario del escándalo resulta por ello nuestra figura de autoridad. Pontífice de la denuncia, no tiene por qué aportar prueba para que sus palabras sean escuchadas como verdad irrebatible. La acusación más inverosímil es recibida como una confirmación de la podredumbre. La verosimilitud de las acusaciones no parece ser particularmente relevante. Lo que importa es que la acusación apunte alto y salpique lodo. Un ladrón podría convertirse súbitamente en faro de la nación si confiesa negocios vergonzosos con un miembro destacado de la clase gobernante. No han sido pocos los farsantes a los que hemos encumbrado velozmente como guías de la conciencia nacional. El arrojo de alguna confidencia es pasaporte directo a la veneración. Los ojos y los oídos de la prensa siguen el caso como el faro que nos conducirá a la verdad, a la fea verdad.
Las biografías no son obstáculo para la aparición de estas autoridades repentinas. Los políticos más emblemáticos de lo aberrante pueden lavar de inmediato sus pecados a cambio de un escándalo jugoso. El destape de una buena infidencia imprime de inmediato un crédito ilimitado a las palabras del más obsceno. La aureola de la creencia las envuelve rápidamente. Si se denuncia alguna pillería, será verdad; si se delata alguna complicidad, será verdad. Si los hechos descritos no son verdaderos, la revelación en sí misma sí lo es. Notable mecánica autoritaria: aunque las piezas de una narración sean falsas, su descripción profunda no lo es. Figura de autoridad funda una verdad irrebatible.
Estas autoridades fugaces son los héroes del reino conspiratista. La fe en una prodigiosa conjura, convierte al promotor del escándalo en algo así como un profeta. El anunciante de la Verdad. El escándalo es la tenue luz (negra) que confirma la gran conspiración. El soplo, como revelación, es ingrediente constitutivo de la política de la fe. Esa revelación puede tomar varias formas. Puede ser el anuncio de un camino, el recuerdo de un pasado glorioso, la reivindicación de una causa noble. Puede ser también el destape de un vertedero. En todo caso, es reiteración, reanimación de una creencia. Para el creyente, todo escándalo es una ratificación de su persuasión. ¡Claro! Se sabía que algo olía mal. Ahora ya sabemos dónde se escondía el gato muerto. Insisto: bajo el dominio intelectual del conspiratismo, no tiene sentido someter un escándalo a prueba de verificación. Lo decía así un opinador en referencia al escándalo más reciente. La veracidad de la denuncia es lo de menos. Lo importante es que lo (inverificado) confirma en lo que yo creo. Aunque el hecho sea falso, la denuncia en sí misma es fidedigna.
La autoridad del escándalo es constatación de varias flaquezas: la pereza de nuestra cultura periodística, el calado de las desconfianzas y una clase política que se entretiene desgastando su propio asiento. La credulidad de la opinión pública, la negligencia de los informadores y la miopía de una clase política beatifican estafadores cotidianamente.
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