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Bagdad y Apatzingán

Jorge Zepeda Patterson

Apenas once días después de haber tomado posesión como presidente, Felipe Calderón lanzó su cruzada en contra del narcotráfico. Fue una medida aplaudida, aunque tomó por sorpresa a la opinión pública. Por desgracia, los ciudadanos no fueron los únicos sorprendidos. Cada vez es más evidente que el Ejército y los cuerpos de Seguridad no estaban preparados y carecían de la información para arrancar una guerra de guerrillas en contra del narco.

En realidad, tampoco Felipe Calderón estaba preparado para hacer del combate a los cárteles el eje de su primer año de Gobierno. A lo largo de la campaña electoral en 2006 Calderón habló muy poco sobre narcotráfico, a pesar que el número de ejecuciones rompía récords históricos y la nota roja disputaba a los candidatos las ocho columnas de los periódicos. Todo indica que los cárteles de la droga no figuraban en la lista de prioridades del presidente electo. El fantasma de la crisis del 95 (al inicio del sexenio de Ernesto Zedillo) y la polarización de la sociedad mexicana luego del voto dividido del dos julio, hacían que los temas políticos y económicos concentraran la atención de Calderón y sus colaboradores.

No es casual que las carteras de Hacienda y de Gobernación fueran decididas con semanas, quizá meses, de anticipación, mientras que las de Seguridad Pública y de la Procuraduría se resolvieran apenas unas horas antes de la toma de posesión.

Y sin embargo, once días más tarde el Presidente decidió volcar al Ejército Mexicano y a las corporaciones policiacas en una lucha masiva en contra de un enemigo al que no se encuentra. Cinco meses después todos los indicadores señalan la necesidad de hacer un alto en la campaña, evaluar métodos y estrategias, para relanzar esta combate.

Los precios de la droga no han disminuido (lo cual significa que no se ha dañado la actividad), las ejecuciones han aumentado y no hay detenciones de capos importantes. Tan pronto como los pelotones se retiran de una región, las bandas reinician su actividad. Visto así, no hay Ejército que alcance para ocupar todo el territorio de forma permanente. Mientras tanto se descuida el combate de otros crímenes: secuestro, delitos comunes y “piratería”.

Resulta evidente que la decisión sobre el momento y la forma de atacar al narcotráfico fue tomada por motivos políticos. Calderón necesitaba fortalecer su posición en Los Pinos y acertadamente juzgó que un golpe de firmeza ofrecería a los mexicanos la percepción de que, ahora sí, ya había “un piloto en la cabina de mando”. El mandatario logró su objetivo: los niveles de aprobación que hoy registra, cercanos a 70 por ciento, eran impensables hace algunos meses.

Pero tal efecto fácilmente podría revertirse en contra del presidente, en la medida en que la opinión pública comience a percibir que los operativos no han dado resultados. O peor aún, que la cruzada misma fue realizada por los motivos equivocados, sin los recursos necesarios y en un momento inoportuno.

Calderón debió primero hacer una revisión de los cuerpos policiacos, que actualmente se encuentran infiltrados por el crimen organizado. Los propios comandantes, ministerios públicos, agentes de la AFI, desconfían de su entorno y de sus compañeros, pues no saben quiénes están bajo sueldo o pueden ser comprados.

No es de extrañar la escasa información para Inteligencia que poseen los altos mandos. Nadie suelta nada por temor a ser ejecutado. Pero en lugar de eso, el presidente designó a los mismos operadores, con lo cual prácticamente todo el edificio policiaco colapsado sigue vigente: Genaro García Luna pasó de la AFI a la Secretaría de Seguridad Pública y Eduardo Medina-Mora de Seguridad Pública pasó a la PGR (con ello no quiere decir que estos funcionarios hayan sido corrompidos ni mucho menos; simplemente advierto que la inmovilidad de las cabezas propicia que prevalezcan las mismas estructuras intermedias).

Una verdadera cruzada en contra del narco debió haber sido preparada durante varios meses. Antes de dar el golpe tendría que haberse conocido mejor la ubicación de los capos, sus redes dentro de la Policía, sus contactos en el sistema financiero y sus protectores políticos. El régimen calderonista habría adquirido prestigio internacional con el anuncio de la detención de una docena de capos y un centenar de sicarios, algunos funcionarios bancarios, algún procurador estatal (y ¿por qué no? de algún gobernador involucrado). Habría sido deseable ver iniciativas presidenciales para impedir el “lavado” de dinero en los circuitos financieros.

Todo eso habría sido más eficaz que desplazar a 70 mil soldados por todo el territorio a dar palos de ciego.

El caso de Bush e Irak podría ser un buen ejemplo para poner las barbas de Calderón a remojar. Habría algunas similitudes, toda proporción guardada (e insisto en ello). De la misma forma en que Washington creyó que el simple derrocamiento de Saddam impondría la democracia, el Gobierno mexicano asumió que el despliegue masivo de miles de soldados en una región instauraría el Estado de Derecho y bastaría para apabullar a una docena o quizá centena, de criminales. Como en Irak, las decisiones obedecieron a razones políticas y se subestimaron los datos técnicos y profesionales. En ambos casos se ha carecido de conocimiento sobre el enemigo y la mejor manera de enfrentarlo. A Bush, como a Calderón, el arranque de las hostilidades le propició altos índices de aprobación.

La mayor diferencia, además de la desproporción de escalas, es que el fracaso de la operación ha terminado por sepultar a Bush en el oprobio.

Calderón tiene razón cuando pide la participación de toda la sociedad en el combate en contra del narco. Es una guerra que el Estado mexicano no puede ganar solo. Pero la sociedad entonces estaría en su derecho de exigir al Gobierno que emprenda esa guerra por las razones correctas y con los métodos adecuados. De otra forma, el derramamiento de sangre se convierte en un saldo inaceptable, criminal.

(www.jorgezepeda.net)

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