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Bajaron de la montaña a reconocer a sus muertos

El Universal

Recuperan los cuerpos de cuatro habitantes de Juan de Grijalva

Fueron los números tres y cuatro en la libreta de los oficiales de la Marina. Sus cuerpos salieron a flote alrededor de las 12 del día. Ella era Guadalupe Juárez. Él, Porfirio Díaz, el agente municipal electo para 2008 de esta localidad. Estaban hinchados con las manos llenas de tierra. Guadalupe todavía traía sus zapatos negros y una falda blanca. Porfirio tenía sangre en las uñas. Quedaron juntos en un pedacito de tierra en la orilla del Grijalva. Fueron cubiertos con ramas por la falta de bolsas o sábanas.

Hasta la orilla del río llegaron sus familiares a reconocerlos. Ahí estaba Wilson Hernández, nieto de Guadalupe. “Sí, es mi abuela”, reconoció. “Falta mi tía, mi tío, mi prima y mi cuñado”. Junto a Wilson, de la montaña bajaron diez personas a reconocer a sus muertos. Para ellos los desaparecidos son muertos. Sólo quieren que se les entregue el cuerpo y darles sepultura.

Ayer las autoridades confirmaron la muerte de cuatro personas, tres mujeres y un hombre, mientras rescatistas continuaban la búsqueda de al menos 21 desaparecidos.

Los habitantes esperan a que las labores de recuperación avancen, para poder llevarse a su muertito a tierra firme. Lo hacen encima de lo que fueron sus casas; ahí, todavía reposa una plancha, unas naranjas, un pantaloncito de niño, varias camisas a cuadros, postes de luz partidos a la mitad, el piso de una iglesia, maderas, láminas y piedras y piedras. En el agua, además de basura, sobresale un refrigerador blanco, de ésos donde se guarda el hielo.

Los comuneros sobrevivientes se paran en el pedazo donde estaba su casa y enseñan a los medios de comunicación sus espacios. “Aquí estaba mi cama”. “Acá dormían los niños”, aunque para quien no conoció Juan de Grijalva antes de que fuera sepultado, es difícil darse una idea de qué existía ahí.

Recorren el terreno como buscando algo, una respuesta. Se agachan y levantan lo poco que hay en el piso, que puede ser desde una licuadora hasta una hamaca o algún cuaderno con planas de la letra A.

“Ahí donde está el agua era mi casa”, dice Wilson. “Estaba nuevecita. La terminé hace tres meses. Vivía con mi esposa”. Todas las noches Wilson atravesaba el río en lancha para llevar a su esposa con el resto de sus familiares. “Le daba miedo la noche y por eso no la dejaba solita y qué bueno porque si no, ahorita estaría muerta como toda mi familia”.

La historia de Wilson se repite 28 veces más. Las señoras cuentan que cuando ocurrió el derrumbe venían de la iglesia. “Caminábamos mis cinco hijos y yo cuando corrimos sin saber qué pasaba, los niños de las vecinas gritaban de miedo”. Los gritos, fue lo último que escuchó Irma antes de ver sepultado su hogar.

Sin esperanzas

Hoy, por lo menos, cien comuneros están sin casa. Refugiados en albergues u hogares de familiares que comparten con 20 personas. No tienen ninguna esperanza. Para ellos todos los desaparecidos están muertos, les queda claro, pero lo que no saben es si están bajo el agua o bajo las toneladas de piedra que trajo el deslave. “Los queremos desenterrar para volverlos a enterrar como Dios manda”, dice Wilson.

Le piden a los helicópteros ayuda para trasladar a los cuerpos. Le piden a la Policía despensas para alimentarse. Le piden a la Marina que rescate a todos. Le piden a Dios una explicación y dan las gracias por seguir vivos.

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