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Bush e Irak

sergio sarmiento

?Estoy convencido de que nos recibirán como libertadores?.

Vicepresidente Dick Cheney,

16 marzo 2003

La lucha contra el terrorismo debería haber sido la marca de distinción de la Presidencia de George W. Bush. En cambio se ha convertido en su lúgubre epitafio.

Bush ordenó la invasión de Irak sin saber realmente por qué lo hacía. El ataque a Afganistán tenía más sentido después de los ataques del 11 de septiembre de 2001, ya que el régimen de los talibanes le había dado cobijo a Osama bin Laden y a su grupo terrorista Al Qaeda. Pero el Gobierno de Saddam Hussein en Irak, de carácter secular, no tenía ningún vínculo con Al Qaeda o con Bin Laden.

No hay duda, por supuesto, de que Saddam Hussein era un dictador. Pero son muchos los países del mundo que tienen dictadores; incluso algunos que han cometido crímenes de lesa humanidad, y no son objeto de invasiones armadas de otros países. El argumento de que el régimen iraquí tenía armas de destrucción masiva, cuestionable desde el primer momento, resultó finalmente falso.

La única explicación que queda era que Bush quería terminar con la tarea que su padre había dejado pendiente en 1991 de destronar y matar a Hussein. Pero éste es un fundamento muy débil para ir a una guerra.

No hay duda que Bush supo derrocar a Hussein y destruir medio Irak en el esfuerzo. Pero no ha sabido realmente cómo concluir la intervención. La idea de que una fuerza invasora podía simplemente reemplazar una dictadura con una democracia, la cual se convertiría en ejemplo para toda la región, ha resultado, como tantos lo advirtieron oportunamente, un simple sueño.

Tan sólo el año pasado se registraron más de 12 mil víctimas civiles por atentados y violencia terrorista y sectaria en Irak. Nadie conoce realmente la cifra de iraquíes muertos desde la invasión de 2003, pero han sido sin duda decenas de miles.

A esto habría que añadir los más de 3,000 soldados estadounidenses muertos en territorio iraquí desde el comienzo de la guerra y algunas decenas de militares de otras naciones que participaron en la operación. No deja de ser significativo que han muerto más estadounidenses en Irak como consecuencia de esta invasión que los 2,973 que oficialmente fallecieron en los ataques del 11 de septiembre del 2001.

En un principio, la guerra en Irak le dio un gran impulso político al presidente Bush. Ante el fervor patriótico surgido a raíz de los atentados del 11 de septiembre, y el aparente éxito inicial de una guerra en la que brilló la superioridad tecnológica de Estados Unidos, los ciudadanos estadounidenses reeligieron a Bush como presidente en noviembre de 2004. La gente, atemorizada, lo consideraba firme ante el terrorismo.

Dos años más tarde, sin embargo, las condiciones han cambiado. Siete de cada diez estadounidenses se oponen ya a la guerra, a la que ven correctamente como un callejón sin salida. El fracaso del Partido Republicano en las elecciones de noviembre de 2006 se debió en buena medida a la insatisfacción de los ciudadanos con la guerra de Irak.

Hoy el presidente Bush se encuentra hundido en un pantano. Pacificar Irak parece imposible de momento. Lo más seguro es que continúen los atentados que tantas vidas han costado. Por otra parte, el retiro de las tropas estadounidenses de Irak, como lo ha sugerido una comisión bipartidista encabezada por el ex secretario de Estado James Baker, resultaría sin duda en una guerra genocida entre shiitas, sunnitas y, quizá también, kurdos. La intervención en Irak, por otra parte, le ha costado al Gobierno de Estados Unidos más de 350 mil millones de dólares.

Incluso la ejecución de Saddam Hussein, que algunos pensaban podía convertirse en una muestra de firmeza, ha pasado a ser un desastre de relaciones públicas. El nuevo gobierno de Irak, al cual se le ve en general como un simple títere de Washington, se vio obligado ya a suspender las ejecuciones de algunos de los colaboradores de Hussein.

Si la guerra de Irak ha resultado un fracaso espectacular, la lucha contra el terrorismo no ha corrido mejor suerte. Ayer, el New York Times publicaba un reportaje que mostraba que las pruebas en contra de José Padilla, un trabajador de escasos recursos nacido en Estados Unidos de ascendencia puertorriqueña y converso al Islam, quien ha estado detenido tres años y medio sin juicio gracias a las medidas antiterroristas impulsadas por Bush, son patéticamente débiles.

También ayer tomó posesión el nuevo Congreso de los Estados Unidos, que tiene mayoría demócrata en ambas Cámaras. A Bush le tocará pasar los dos próximos años no sólo en espera de que concluya el proceso de su propia sucesión, sino enfrentado a un Congreso dominado por la Oposición. El presidente Bush no ha cambiado de opinión al respecto de Irak. En cada oportunidad reitera que la decisión de invadir fue correcta y que su país todavía habrá de obtener una victoria. Pero detrás de esos desplantes de confianza se percibe la desazón del político que sabe que la batalla que debería haberlo consagrado terminó por destruirlo.

GIL DÍAZ Y EL HSBC

Ser miembro del Consejo de Administración de una empresa no significa ser su empleado. Pero la decisión del ex secretario de hacienda, Francisco Gil Díaz, de aceptar un puesto en el directorio de la matriz del banco HSBC debe ser vista con preocupación. El conflicto de interés parece claro. Y es muy probable que se esté violando también la letra de la Ley, que prohíbe a los ex funcionarios trabajar para empresas que les haya tocado regular.

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