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Calamidad sobre catástrofe

Jesús Silva-Herzog Márquez

La inundación es una desgracia que se anuncia. A diferencia de un terremoto, que aparece sin advertencia, el agua avisa. Quien es capaz de descifrar sus señales se adelanta a su furia y se resguarda. Una crecida del agua será incontrolable cuando se libera, pero no es impredecible. Por eso Maquiavelo se detenía a reflexionar sobre el voluble cauce de los ríos al hablar de la prudencia y la fortuna. El afluente puede ser hoy un inocente cordón de agua. Mañana puede convertirse en un torrente destructor capaz de devastar una ciudad. Maquiavelo sabía bien que el hombre -esto es, el príncipe- no podría derrotar esa furia líquida. Lo que sí podía hacer era anticipar la desgracia. De ahí el adelanto de la prudencia, ese presentimiento del mal que lleva a la acción previsora.

El mundo de las metáforas de Maquiavelo levanta un puente que conecta la naturaleza y la acción política. Mientras la teología separaba los continentes del mal moral y el mal natural, la política maquiavélica los enlaza a través de una noción que sugiere un criterio de responsabilidad. El mal natural, dicen los teólogos, es aquel que no ha producido el hombre. Terremotos, huracanes, inundaciones, epidemias sobre las cuales el hombre no tiene ningún control. El mal moral sería, por el contrario, aquel que es provocado por la acción voluntaria del hombre: un crimen, una guerra. Maquiavelo se percata de que no somos del todo inocentes ante el “mal natural” que nos lesiona. Si el terremoto ha destruido la ciudad es indicio de que nuestras edificaciones no eran apropiadas para un terreno sísmico. Si el pueblo ha quedado sumergido por la inundación es prueba de que no preparamos las canalizaciones necesarias. El florentino no desconoce en ningún momento el influjo de lo azaroso. Por el contrario, sabe bien que hay asuntos que escapan del poder humano. Pero no admite que se les dibuje como maldición, como una condena de los dioses. La acción política debe prepararse para los azotes de la fortuna. La contingencia resulta un desafío para el actuar gubernativo: reto de anticipación y de respuesta.

El filósofo del derecho Ernesto Garzón Valdés ha bordado esa distinción en su libro Calamidades (Gedisa, 2004). Sugiere distinguir las catástrofes de las calamidades. Mientras la catástrofe es una desgracia provocada por causas naturales que no puede controlar el hombre, la calamidad nombra el mal provocado por la acción humana intencional. La distinción conceptual del filósofo argentino es útil pero sutil. No puede pensarse en una separación tajante entre las desgracias provocadas por la naturaleza y los sufrimientos causados por el hombre. Uno y otro se conectan estrechamente. Los eventos naturales son antecedidos por decisiones humanas y son también respondidos por actos del hombre. Los daños que puedan provocar las catástrofes resultan frecuentemente de la conspiración del hombre y la naturaleza.

No puede pensarse que la terrible desgracia del estado de Tabasco sea una catástrofe en estado puro: el asalto brutal de la naturaleza. La política, ese enjambre de decisiones y diferimientos; intereses e instituciones, no puede proclamarse del todo inocente. Si las desgracias naturales son siempre, hasta cierto punto, desgracias humanas, ahora lo son de manera más clara. El presidente Calderón ha descrito la inundación como efecto directo del sobrecalentamiento planetario. En ese caso, de acuerdo a los argumentos más difundidos, se trata de un monstruo que hemos alimentado durante décadas, una criatura nuestra. El gobernador, por su parte, habla de una incorrecta canalización hidráulica. La disputa entre gobernador y presidente parece una absurda disputa: el drama puede tener causas remotas y cercanas; meteorológicas y políticas, condicionantes y agravantes. Males de naturaleza y males del hombre.

Hace nueve años Villahermosa sufrió una inundación que fue un aviso del desastre de 2007. Recibió por ello una serie de fondos para evitar que pasara lo que acaba de suceder. Se ha difundido que el estado era la entidad que recibía la mayor cantidad de fondos de prevención. Como en el caso de Nuevo Orleáns, nadie puede decirse auténticamente sorprendido de lo que ha pasado. Autoridades municipales, locales y federales tendrán que rendir cuenta de lo que hicieron y sobre todo, de lo que dejaron de hacer. En estas horas ha aparecido una serie de indicios y acusaciones que deberán aclararse: desviación de recursos, posposición de obras hidráulicas indispensables, incorrecto manejo de las presas. No me adelanto a señalar culpables, insisto en que la desgracia tiene dos padres. Por un lado están las nuevas manías del clima que han demostrado en los últimos años una voracidad inédita. Pero, por otro lado, están también nuestros tradicionales vicios públicos (negligencia, corrupción, carencia de planeación y previsión) y nuestras dificultades recientes. El nuevo entorno político parece ser particularmente hostil a los deberes de la responsabilidad. La competencia política, la precariedad fiscal del Estado, la brevedad de los periodos gubernativos, el apocamiento de la opinión crítica cooperan con el desastre. Invertir en prevención es destinar recursos escasos a lo invisible, a lo remoto. Por ello, antes de las obras subterráneas de drenaje que pocos aplauden (pero que todos necesitamos), la obra pública tiende a concentrarse en montajes ostentosos a la vista de todos.

El ecosistema político también ha cambiado y no parece bien preparado para encarar los nuevos retos naturales. Sus prioridades están secuestradas por el corto plazo y la obra relumbrante. Logramos con esto invitar a la catástrofe y alimentarla con nuestra calamitosa política.

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