En la garita “Mariposas” llegan a diario un promedio de mil indocumentados deportados. Valentín González sólo conserva las fotografías de sus dos hijas y su esposa. (Fotografías de El Universal)
Diariamente miles de ilegales que no alcanzaron el sueño americano son prácticamente arrojados a la frontera de México.
Regresan cansados, demacrados, vencidos y hasta humillados. Son los deportados, los ilegales que no alcanzaron el sueño americano. Después de pasar por los centros de detención de migrantes en Estados Unidos, son prácticamente arrojados a la frontera de México y su número se cuenta por miles en un día a lo largo de toda la franja.
Algunos lloran al pisar suelo mexicano, porque vienen sin dinero, lastimados por las ampollas de los pies de tanto caminar en el desierto, con las huellas de las espinas en brazos y piernas. Mariana, una joven chiapaneca de 23 años y madre de un niño de dos años de edad, llora de impotencia. “No pude, no pude”, se lamenta cuando se le pregunta dónde fue detenida por la “migra” en Estados Unidos.
Pero cambia las lágrimas tan sólo unos minutos después cuando a manera de reto dice que lo volverá a intentar, aunque por otra frontera y no por el desierto. Como ella, minutos antes decenas de indocumentados fueron bajados del lado estadounidense de un camión de pasajeros, a unos metros de la garita “Mariposas”, en la que vigilados por agentes de la Patrulla Fronteriza y en fila, son conducidos hasta el lado mexicano.
José Antonio Rivera Cortés delegado en Nogales de la Dirección General de Atención a Migrantes del Gobierno de Sonora explica que tan sólo por ese puente internacional llega a diario un promedio de mil indocumentados deportados. La mayoría de ellos —revela— presenta problemas de salud, principalmente llagas en los pies tras caminar tres o más días en el desierto.
Al lado del templete de ayuda a los migrantes que opera Rivera Cortés, en el cual trabajan jóvenes voluntarios de Estados Unidos y de México, están también los “polleros” o traficantes de personas. Mientras unos buscan convencerlos y ayudarlos para que regresen a sus lugares de origen, otros tratan de “engancharlos” para llevarlos nuevamente a la aventura de cruzar ilegalmente a Estados Unidos.
No hay mucho que ambos grupos ofrezcan a los migrantes. El puesto oficial les da un vaso de agua o té y una torta, una silla para descansar momentáneamente bajo una carpa. Los “polleros” les ofrecen llevarlos de nuevo a los sitios por los cuales pueden pasar rápidamente, a cambio de un pago de entre 200 y 300 pesos para llevarlos en camionetas hasta Altar, donde podrían intentar cruzar otra vez hacia Estados Unidos.
YO ME REGRESO
Viene de Irapuato, se llama Valentín González, al menos ése es el nombre con el que se identifica y tiene los pies vendados casi hasta la pantorrilla por las ampollas y llagas que le hicieron de caminar durante cuatro días en el desierto. Está vencido y lastimado, “lo único que quiero es irme a mi casa, me siento como derrotado”, dice.
En su cartera no hay dinero, sólo conserva las fotografías de sus dos hijas y su esposa y cuando las muestra es la única vez que sonríe. Aunque ya una vez trabajó por cinco años en Estados Unidos y no le fue mal, esta vez ya no desea saber nada de ese país. Me trataron mal, a puro insulto —dice— me trajeron por no poder caminar aprisa, hasta me castigaron dejándome un día detenido.
Este hombre que partió al desierto con siete compañeros, su cuñado y seis acompañantes ocasionales más, incluido el guía puesto por el “pollero”, dice que al final sólo llegaron a las cercanías de Tucson cinco de ellos.
“El gordo”, un muchacho de Morelia, fue el primero que se quedó en el desierto. Luego, fueron otros dos, otro muchacho michoacano y un señor que se “descarriló” o perdió la cordura, indica. “Se nos acabó el agua al primer día y tuvimos que beber nuestros orines”, comenta con la cabeza agachada.
UN DÍA DE MALA SUERTE
Para Adrián Vega Pérez, quien llevaba seis años viviendo sin papeles en Los Ángeles, la vida era dorada. Tenía tres trabajos. Entre semana laboraba por las mañanas en una tienda y en las noches en la cocina de un restaurante. El fin de semana era disco-jockey en una discoteca. Tenía tarjeta bancaria, departamento, ahorros y novia.
Le platicaron que en Arizona pagaban bien a los disco-jockey. Tomó sus vacaciones y decidió ir a Phoenix, a comprobarlo. Hizo sus maletas, tomó un autobús y sus discos. En el camino, agentes de migración estadounidenses subieron a realizar una revisión. Lo detuvieron.
Lo sacaron por San Luis Río Colorado, pero apenas había caminado una calle cuando dos tipos lo asaltaron. Regresó corriendo al puente internacional y rogó a los agentes de migración de Estados Unidos que no lo dejaran ahí, por lo que lo enviaron a esta frontera, donde no deja de lamentar su día de mala suerte antes de regresar hacia los Reyes la Paz, en el Estado de México.