Conviven indocumentados con sentenciados por crímenes y drogas. Ahí quien se acobarda es sometido a golpes, narra un mexicano. Los que salen son despedidos con lágrimas.
EL UNIVERSAL
MÉXICO, DF.- El Centro de Detención de Migrantes de Haskell, Texas, tiene una balada en la que los hombres lloran, golpean los muros sin sentir cuando sus puños sangran. Entre los reos hay migrantes de México y del resto del mundo que desesperan por aire libre, por la deportación a sus países de origen. Mientras llega la orden del juez, transcurren los meses, incluso los años, salpicados de peligro y miedo a polleros, narcos, homicidas o violadores que allí también purgan condenas.
Esos hombres rudos, que se dan la bienvenida con riñas, son los que lloran cuando corre el rumor de que uno de los indocumentados va a salir de la prisión. Las lágrimas de la rabia se contagian. Nadie se burla.
Uno de ellos, un indocumentado mexicano del norte del país, habla de la cruda experiencia en Haskell, pero se guarda su nombre real, y se niega a mostrar el tatuaje que le fue pintado en el pecho con los códigos de filiación a una de las bandas que opera tras las rejas.
?Cuando salí, los que estaban en el ?tanque? (sección de reos), en fila me abrazaron. Me dieron consejos de compañeros, de amigos, hasta paternales. Y cuando me di la vuelta y caminé para irme escuché secos los golpes en el muro. Pas-pas-pas. Y lo que decían entre sollozos: ?¿Por qué yo no? ¿Por qué yo no??
Moreno, delgado, de 1.60 metros de estatura, ágil, con la fuerza de un joven de 25 años del gremio de la albañilería, regresó a México por el puente internacional de Nuevo Laredo con emociones encontradas: la recuperación de su libertad y la separación de su familia (una esposa y dos hijos) que se queda del otro lado.
?En el puente, me emocionó ver la banderota acá de este lado. De espaldas (a Estados Unidos) aventé una moneda al río (Bravo), y prometí: ¡Voy a volver, qué chingados!
Hace seis años (conviene en que se le llame ?Óscar?) cruzó por Piedras Negras en el segundo intento, con mil fantasías de prosperidad. Trabajó, vagó, se casó, prohijó un varón y una nenita. Conserva tres monedas de dólar con que volvió. Fue su morralla del sueño americano.
Adentro de Haskell la historia es de valor. Es un mundo de asesinos; de condenados por drogas a 15, quizá 20 años y entre ellos, los indocumentados de Centro y Sudamérica, del Caribe, de África, Europa, Asia.
Óscar se conduele de un grupo que reconoce como el que más ha sufrido hasta antes de llegar a la prisión: los salvadoreños. En las horas eternas de la prisión escuchó las historias de los que han sobrevivido en busca de trabajo.
?Los mata el tren (en los que viajan de polizontes), los roban, los golpean, les pasa todo, dejan familias muriéndose de hambre. Lloré por lo que oía de ellos mismos y me di cuenta que también son muy fuertes, porque son gente que sufre mucho.
En contraste, la llegada de Óscar a Haskell tuvo un reto a golpes que le ?cantó? un salvadoreño. Tuvo que enfrentarlo, como prueba de valentía. Disimuló en su relato la evidente derrota. Su oponente ?¡era un mara!?, dice con un gesto de histrionismo.
Pese a sus ropas pobres, de manera intermitente Óscar se muestra arrogante y con los extraños adopta actitudes de desafío, lo que le habría costado la dureza con que fue tratado por algunos agentes policiacos, de migración y carcelarios. Es agresivo, calculador en sus palabras y ansioso por encontrar pretextos para lo gracioso y la burla simple.
Los seis años fuera de México, entre la adolescencia y la juventud; entre el trauma de la cárcel y la necesidad de subsistir en México, desubican a este graduado de Haskell. Si vuelve a ser detenido en Estados Unidos purgaría diez años de prisión, si se queda en su ciudad de la frontera, será ajeno al lugar donde nació.
Ya no puede preguntar dónde queda el mercado, una calle, un establecimiento, porque boleros, taxistas, policías y peatones suponen que ese hombre de playera y sin importancia está fingiendo que no sabe lo que pregunta.
Lo que sí sabe es la experiencia del que visitó uno de los sótanos más profundos de la migración, en la que vio cómo se somete a golpes al que se acobarda; cómo se viola con palos de escoba y en fila de reos al que ha cometido la violación, porque ésa es la Ley de la cárcel contra los que cometieron ultraje sexual.
Vivir era un gusto para Óscar, pese a su situación migratoria en Estados Unidos, el cúmulo de infracciones de tránsito que en una ocasión había pagado con arresto, y los desmanes cometidos en una pandilla del barrio.
Todo era suave, a pesar de los golpes con que sometía a la mamá de su hijo varón y embarazada de su niña que nació en 2006, cuyo abuelo es un ex convicto de una cárcel federal, ?a la que tienes que entrar matando?.
Con esas credenciales, las autoridades fueron en auxilio de su esposa y lo arrestaron en su domicilio (?cuando salí del baño estaban dos policías esperándome en la sala?), bajo los cargos de ?violencia doméstica?.
Así conoció otras esposas, las que someten manos y pies. Lo acompañaron a todas partes, hasta su deportación en la frontera con México.
Probó el frío de salas diversas, del piso de áreas para dormir; el hacinamiento de decenas de personas en unos cuantos metros cuadrados; el hambre del que come tres emparedados al día.
Desde luego, perdió derechos sobre sus hijos y cuando ese juez acabó su caso, pasó a la jurisdicción de las leyes de migración. Conoció entonces el trato déspota, de agentes que se sienten superiores a los extranjeros bajo detención.
El agente de turno lo obligó a quitarse la ropa, delante de hombres y mujeres. El movimiento de un lugar a otro se midió en días, hasta que compareció ante un juez de migración. Y su ración alimenticia subió a seis emparedados diarios. La privación de la libertad era light, dice. Estaba a salvo de cualquier contacto con delincuentes. Tenía horario para un rato de sol, de basquetbol.
Las esposas de pies y manos volvieron a acompañarlo a la siguiente estación del vía crucis, Haskell, a donde llegó en un viaje por carretera de casi cinco horas. Tuvo una visita. Una representante del Consulado. Le proporcionaría orientación y una chamarra.
Otra vez fotos, huellas dactilares, datos para una ficha. Le dieron una cobija, jabón, cepillo dental, zapatos y chanclas. Ironiza: ?Haz de cuenta que llegas a tu casa, ya libre?. Siguió un chequeo médico, una vacuna antituberculosis y un examen de Sida.
?Todos los que estamos dentro sabemos que estamos limpios de ?sidral?.
Estuvo varias semanas en Haskell y entró en contacto con salvadoreños, guatemaltecos, jamaiquinos, panameños, venezolanos, hindúes, africanos. Lo mismo había reos indígenas estadounidenses, ?los que manejan las gasolineras? en condenas penales.
Había 26 reos en el ?tanque? en el que fue asignado. Trabajó las faenas de otros a cambio de unas donas o una sopa (dentro una tienda vende productos de aseo personal, alimentos, tabaco, refrescos y golosinas).
Compañeros de ?tanque? calculaban que podrían salir de su cárcel migratoria a su país en tres meses más. Para El Salvador, hay dos lugares en un avión a la semana.
Esa restricción condena a un nicaragüense a purgar arrestos de cinco o de seis meses. Los africanos tendrán que esperar un vuelo de avión en años.
La salida misma del mexicano, desde que se le avisó hasta que traspasó las rejas, fue lenta y tortuosa. Diez horas de madrugada permaneció en el gimnasio; pasó por varios salones y al segundo día abordó un transporte congelado en el interior. En Dallas lo cambiaron a un autobús para turistas, en el cual llegó a la frontera mexicana.
Era uno más entre muchos deportados, deprimidos por el regreso forzado, a los que les esperaba otra dosis de vejación y discriminación, acá de este lado del río Bravo.
Después de las mentadas de madre de rigor, ?a los gringos?, de ver el panorama urbano estadounidense y ?el monte con olor a humo? mexicano y de ese cosquilleo del regreso al país, cada quien de esos indocumentados que regresaron en cálido autobús para turistas, se perdió en la jungla fronteriza.
La vuelta a México se da en un intenso cruce de ?trocas? y de gente; de ?cholillos? que van y vienen en una ciudad que se da cuenta de quienes son deportados.
El terreno es peligroso en extremo, sobre todo en las casas de cambio al ir a ?feriar? unos dólares, al parar a comer ?tacos de perro?, al entrar a la terminal de autobuses.
Sigue el vía crucis de los indocumentados en su retorno al país.
?Los policías te ?basculean?, te quitan tu dinero o lo que traigas de valor. Había uno que traía unas botas de piel de avestruz y lo dejaron solamente en calcetas.
En la mirada de Óscar, un arrogante sobreviviente de la tragedia de los migrantes y de la violencia de criminales en cautiverio, la frontera obedece a leyes de la vida.
?Hasta Los Zetas ?basculean?. Nada más que con ésos no se juega, sacan sus pistolas, amenazan. Con ellos entiendes que lo mejor es vivir y no meterse en problemas.