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Ceremonia y confianza

Jesús Silva-Herzog Márquez

El primero de septiembre se ha convertido en un síntoma del desencuentro de nuestra vida pública. Desde hace prácticamente dos décadas, se repite una ceremonia torpe, molesta, agreste. Aquello que antes llamábamos “Informe” se ha convertido en un monumento a la incapacidad de la clase política para diseñar una ceremonia democrática, una ceremonia hecha para expresar coincidencias, diferencias, institucionalidad. Lo que tenemos es una fiesta nacional a la medida de nuestra ineptitud. Con regularidad astronómica, nos sorprende la reiteración del despropósito parlamentario. Estupefacción y pasmo ante el descubrimiento de que agosto es el mes que precede a septiembre.

Seguimos echando de menos una ceremonia que sea expresión visual del pluralismo. Una fórmula que exprese razonablemente que la diversidad se ha instalado en el país. Pero la etiqueta deseable resulta poco probable en la medida en que no existe un diagnóstico compartido del presente. Más allá de la divergencia ideológica, impera en el país una discrepancia capital sobre la naturaleza del régimen político. Para unos, México ha vivido una reversión de tal magnitud que el Poder Ejecutivo ha perdido su legitimidad. Hablan de fraude y usurpación. Otros piensan que tenemos ya una democracia sólida y sin manchas.

Si resulta difícil pensar en el diálogo institucional es porque no existe una plataforma común entre las distintas fuerzas políticas del país. Insisto: no hablo aquí de desacuerdos sobre el rumbo que debe seguir el país, sino de incompatibles diagnósticos de presente. En ese aspecto, no cabe duda que hemos caminado hacia atrás. Habíamos avanzado. Las sucesivas transformaciones legales fueron abriendo un pequeño espacio compartido. Se dibujaba hace poco el boceto de una plaza pública de entendimientos elementales. La alternancia ofrecía un símbolo de renovación que podría haber fructificado en un respaldo global al nuevo régimen— no a tal política o a tal Gobierno sino respaldo al nuevo sistema democrático. La ocasión se desaprovechó; peor aún, se usó en sentido contrario. El poder se empleó para minar la confianza en las reglas como patrimonio común. Esa endeble tarima de concurrencias fue pulverizada por la imprudencia y la deslealtad de años recientes. Por ligereza, por irresponsabilidad, por abiertas maquinaciones antidemocráticas (desde la derecha y desde la izquierda) se destruyó ese bosquejo de normalización. Eso es lo que impide el encuentro civilizado entre poderes.

El presidente Calderón ha tomado la iniciativa para reencauzar la ceremonia y convertirla en una oportunidad de diálogo. Desafía con ello un buen número de tabúes. Que el régimen presidencial no admite discusiones entre el Presidente y el Congreso; que el Jefe de Estado no puede humillarse ante una asamblea de irreverentes; que sería un paso hacia la parlamentarización del régimen presidencial. No creo en la sacralización de los dispositivos institucionales. Me parece que el trato entre poderes admite la oxigenación de la creatividad y la innovación. Sin embargo, creo que es necesario un paso previo. Las ceremonias pueden dar brillo a la vida política, pero tienen sentido solamente en la medida en que expresan de algún modo una realidad subyacente.

Para pensar en la ceremonia que exprese la diversidad política del país, es necesario atender el problema capital del presente: el enorme agujero de confianza. México tiene instituciones democráticas, tiene procesos democráticos, conoce resultados democráticos. Tan sólo los últimos días son constatación de todo ello: reglas, órganos, consecuencias del pluralismo. Sin embargo, reinan la desconfianza, la incredulidad y la sospecha. Podemos ser testigos de elecciones competidas, de vetos eficaces, de alternancias y azares. En otras palabras, los productos de sucesivas reformas están en pie. Pero la confianza, esa hija inmaterial de las instituciones, fue abortada. Dos enemigos de la democracia la aniquilaron antes de nacer: un presidente usando los poderes del Estado para vencer a su enemigo; un cacique usando su popularidad para destruir las instituciones.

Ahí está la tarea crucial del momento: recomponer el tejido de confianza. Quienes conservaron el poder pueden sentirse tentados a atribuir al otro la culpa exclusiva del retroceso. Pueden señalar todos los extravíos del discurso mesiánico y pueden enlistar las inconsistencias de un discurso de fe, más que de razón. Harían mal si no ejercen la autocrítica. Seguimos pagando hoy las consecuencias del necio proceso de desafuero. Fue entonces— no en el proceso electoral— cuando se sembró la idea de que las instituciones funcionaban como instrumentos de facción. Calderón no tiene que reconocer ninguna culpa por la elección que le dio la presidencia. Debería, sin embargo, reconocer el agravio cometido por su partido en el intento de expulsar a su adversario de la competencia antes de las elecciones.

Se ha evaporado cada una de las supuestas evidencias del fraude del 2006. Es infundada la sospecha de ilegitimidad de la Presidencia. Lo que no es un mito es el intento de la Administración foxista por usar el poder del Estado en contra de un adversario político. Eso no es una fantasía, es la experiencia de la que arraiga la desconfianza del partido de izquierda. Para caminar hacia el encuentro de la clase política con su diversidad es necesario que el partido gobernante reconozca su abuso y ofrezca garantías hacia el futuro. El primero de septiembre puede ser una buena oportunidad para empezar a tejer de nuevo el frágil lienzo de la confianza.

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