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Cien años y algunas deudas/Las laguneras opinan...

María Asunción del Río

Cada vez me convenzo más de que la política en México es un flagelo y no “el ejercicio de individuos que actúan y toman decisiones para favorecer a la comunidad”, según el sentido original del vocablo. Basta con seguir de cerca las aprobaciones y rechazos a la reforma hacendaria que se traen los legisladores, verdadero mercado en el que las necesidades del país salen sobrando, porque nada cuenta más que el poder que se compra con un sí o un no. Todas las incongruencias valen, porque el bien público no cabe en esta discusión. (Para mí, lo único realmente disfrutable de los últimos tiempos es la posibilidad de que no haya incremento salarial para los diputados; espero, además, que a esto se le añada la reducción de sus prebendas, porque ya me cansé de votar por la ineptitud y el descaro).

En efecto, la política lo enturbia todo, desde las decisiones más trascendentes para la marcha de un país, hasta cosas tan locales y entrañables como la celebración de un Centenario. El nuestro está a unos días de cumplirse y hasta el momento, padecemos, más que gozar, las consecuencias de fallas y revanchas políticas de nuestras autoridades municipal y estatal, respectivamente. Los esfuerzos realizados por distintos grupos, sensibilizados como yo con el festejo de nuestros primeros cien años, se ven deslucidos y sofocados por el hacer o el no-hacer político. Por una parte está el gobernador, que tomando como asunto personal las preferencias electorales de Torreón, pareciera desquitarse, no sólo desentendiéndose de las preocupaciones de nuestra ciudad, sino obstaculizándolas, sabedor de que las culpas caerán íntegras en el alcalde. Por su parte, las autoridades locales lucen incompetentes y faltas de oficio, cometiendo errores inadmisibles en la administración y el ejercicio político; se dejan llevar por arrebatos caprichosos y no escuchan a quienes deben escuchar ni piden opinión a quienes pudieran asesorarlos con mayor fortuna. El resultado es la cantidad de obras inconclusas, la destrucción de otras que por su relevancia y costo merecían un destino mejor, el descuido de rubros urgidos de atención en favor de otros que no la ameritan, etcétera. Hay muchos ángulos importantes de la vida citadina que corroboran lo anterior, pero hoy lo sentimos especialmente en lo que toca a nuestra fiesta de cumpleaños.

Mucho se ha comentado sobre la desorganización de las fiestas y sobre la falta de un proyecto común, en el que todos los torreonenses nos viéramos involucrados. Yo creo que se han hecho muchas cosas, pero, en efecto, han permanecido desconectadas unas de otras, sobre todo por parte de sus organizadores, lo cual necesariamente se hace extensivo a quien goza de ellas. Además, el factor político se entretejió en la celebración para contaminarla, llenándola de ramas y maleza que no nos dejan ver sus frutos, de por sí modestos. Hay esfuerzos, sin duda, pero falta integración y sobre todo, relevancia.

Durante la semana que concluye, la Alameda Zaragoza, el Estadio de la Revolución y las instalaciones de la Feria han sido escenario de diversos espectáculos artísticos y musicales que forman parte de los festejos del Centenario. Yo fui a la verbena popular de la Alameda y sus alrededores, donde al ritmo de rock, cumbias y cha-cha-cha, pude sentir, además del calor intenso de agosto, el de la convivencia familiar, tan escaso en estos lares. Me dio mucho gusto ver a tantas personas de toda edad y condición disfrutando de la música y los eventos que ahí se ofrecen. Salta a la vista el hambre de diversión sana de nuestra gente, la necesidad de ser tomados en cuenta para algo más que para ir a votar. Bien por el comité organizador de los festejos y por las autoridades, que por unos días se acordaron de que la fiesta es de todos y cerrando calles aledañas con sendos foros y sillería, crearon el espacio propicio para disfrute de quien quiera y pueda asistir.

La lástima es que, concluida la fiesta, no quedará nada permanente con qué identificar el Centenario de Torreón. Por supuesto que hay pulseras, estampillas, monedas y recuerditos y han salido a la prensa libros que consignan aspectos diversos de nuestra historia; pero una obra pública de las muchas que nos hacen falta, las que nos habían prometido y esperábamos ilusionados, convencidos ya de que las molestias valían la pena, ésas parece que no serán. Sólo quedará en nuestra memoria el mal sabor de boca derivado de un gazapo alcaldesco y un capricho gubernamental. El Centenario nos quedará debiendo algo para recordar, a no ser que en esta semana pase algo extraordinario –o seamos capaces de propiciarlo– y las fiestas adquieran la dimensión anhelada.

Por cierto, entre las imágenes que identifican a nuestra ciudad y que han sido bastante bien explotadas por el comité de festejos del Centenario (de hecho cualquier actividad, cualquier proyecto, evento, concurso o conmemoración que involucra a Torreón la toma en cuenta), ocupa un lugar central el Cristo de las Noas. Es la imagen más característica de la región y no sólo eso, es el punto en el que convergen peregrinos, turistas, convencionistas, visitantes, deportistas y toda clase de personas que desean recordarse en Torreón, efectuar un retiro espiritual, fortalecer su fe, imaginarse que visitan los santos lugares o simplemente apreciar la vista panorámica de nuestra ciudad. El Cristo de las Noas es espectacular, hermoso, imponente, digno en verdad de nuestro orgullo, aun si nos situamos al margen de su contexto religioso. ¿Por qué entonces –me pregunto– no hemos reconocido y agradecido públicamente la labor de quien ha llevado a cabo esta obra magna, consagrándose totalmente a su proyección, edificación, cuidado y mantenimiento a través de varias décadas? Muchas veces he escuchado y leído comentarios críticos contra el padre José Rodríguez Tenorio, achacándole su cercanía al gobernante en turno o al partido político de más peso y tildándolo de “grillo”, por el hecho de obtener beneficio de sus relaciones políticas. ¿Cómo piensan que ha sido posible la construcción del santuario, el colosal monumento y el complejo turístico en toda su dimensión, si no se trata de una obra pública que pueda adjudicarse ninguna Administración municipal, estatal o federal, ni tampoco ha sido patrocinada por la Iglesia? ¿Es que puede alguien pensar que los veinte pesos que paga por estacionarse bastan para realizar y mantener la obra que hoy es el emblema de nuestra ciudad? Nada, ni el proyecto visualizado por quien usted guste, ni el acceso a la cumbre del cerro, mucho menos la edificación del Cristo y el crecimiento imparable de la obra, hubieran sido posible si el padre Rodríguez Tenorio (o “Pepe Grillo”, para quien así lo desee) no hubiese tomado sobre sí la responsabilidad y la carga de acarrear piedras, miles de piedras y pipas y más pipas de agua, convencer a la gente, proyectar las obras, recabar donativos, diseñar espacios, conseguir dinero y más dinero, permisos, materiales, ayuda, trabajadores, obreros, voluntarios y toda la innumerable cantidad de necesidades que el Cristo de las Noas ha requerido para ser lo que es hoy. Nos guste o no nos guste, lo queramos o no, estamos en deuda con él y si somos dignos y justos, debemos reconocerlo públicamente, con el pensamiento y el corazón, porque la imagen levantada por el padre Rodríguez –que ha de durar más que su persona y su espíritu y que también nos trascenderá a quienes la disfrutamos–, es hoy por hoy la que da rostro a los cien años de nuestra ciudad.

maruca884@hotmail.com.mx

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