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Cinecrítica

Max Rivera ll

5 estrellas de 5

El festín de Ratatouille

Quizá usted recuerde Pizzicato Pussycat, un corto animado de la Warner de 1955, donde un ratón resulta ser talentoso pianista. Los dueños de la casa creen que es su gato el prodigio, e ilusionados le organizan un concierto. Pero el gato arruina la función rompiendo accidentalmente los anteojos del roedor que se esconde en el piano, y el concierto es un humillante fracaso. Ya en casa, mientras caza al ratón, el gato se descubre excelente percusionista. En adelante, ambos músicos se acompañaran en improvisaciones de jazz, sólo para el disfrute de los dueños de la casa.

Hay parecido con la trama de Ratatuille, pero importan más las afinidades profundas: ambos son trabajos geniales, realizados en el momento en que su particular forma de arte se encontraba en plena madurez; y sobretodo, ambos retratan la lucha del artista por trascender las limitaciones impuestas por su origen. También hay diferencias, claro, la más importante es que mientras Pizzicato es una pequeña joya, Ratatouille es un monumento.

Ratatouille es la historia de Remy, una rata de campo francesa con desarrolladísimo sentido del gusto. La providencia lleva a Remy al corazón de un París idealizado, justo al restaurante del Chef Gustau, su recientemente fallecido héroe culinario. La rata, en su soledad se ha hecho acompañar del pequeño fantasma de Gustou, y animado por los consejos de esta mezcla de ángel de la guarda y Pepe Grillo (que suelta de manera casual las mejores frases de la cinta), se mete a la cocina del restaurante y se atreve a mejorar, a escondidas, la receta de una sopa que anteriormente había arruinado un lavaplatos novato. La nueva sopa es un éxito, que se atribuye al lavaplatos. Así que el joven tendrá que hacer equipo con la rata, para mantener la ilusión de su talento.

Ratatouille cubre muchos temas trascendentes: el trabajo en equipo que no sofoca la expresión individual, el reconocimiento y apoyo al talento, la importancia de que la familia apoye las aspiraciones de sus miembros, y sobretodo, al poder de la obra de arte para adquirir vida propia y representarse a sí misma, independiente de su creador. Es una película tan divertida, tan llena de subtramas emocionantes, que hubiera sido fácil que se perdiera. Por eso el gran logro del director Brad Bird (de Los Increíbles) es mantenerse fiel, dentro de la locura de persecuciones, pantomima y buenos gags, al tema unificador del artista y su lucha. Hacia el final, Bird se dirige, regañón, a los críticos, con un bello monólogo en el que más bien parece interceder por realizadores menos talentosos que él, y en el que omite mencionar el enorme placer que representa para el artista tener a la crítica comiendo de su mano. Placer que conoce bien.

Por si las bondades de Ratatouille fueran pocas, está además la comida, un tema que como mexicanos apreciamos bien. Los que comemos mole, enchiladas y chiles en nogada sabemos que la comida es más que combustible: es memoria y estandarte; y que de los alimentos más humildes nacen éxitos mundiales.

La cocina es un arte que, aunque efímero, les lleva ventaja a las otras artes porque se infiltra en la más primaria de las necesidades. Años de ver los programas de Anthony Bourdain me han enseñado a apreciar que el trabajo en la cocina, sea de mamá o de un chef de 5 estrellas, es fascinante. Bourdain dice que las mejores comidas dependen también del contexto y el recuerdo.

El poder de reminiscencia de los alimentos (que se muestra magistralmente en una conmovedora escena de la cinta) es ingrediente crucial de un buen platillo. Por eso los nachos y la Coca-Cola que despaché mientras veía Ratatuille con mi hijo, están entre mejores cenas que he tenido en un mucho tiempo.

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