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Claroscuros del IMSS

Las laguneras opinan...

María Asunción del Río

Hoy suman por cientos los muertos del narco –el gran flagelo del nuevo milenio– y seguramente cuando usted lea esto la cifra será mayor. Nos vamos acostumbrando y eso es incomprensible, cuando el instinto de conservación engrosa las filas de miles de pacientes que cada día acuden a los hospitales, buscando prevención y alivio. Queremos vivir, aunque el enemigo apueste a lo contrario.

Conocí el IMSS recién estrenado; los pisos y cristales brillaban y no había raspaduras en las paredes. Mobiliario y ambiente lucían absolutamente limpios y todo estaba en su lugar: los enfermos en sus camas, las medicinas en sus anaqueles y cada expediente en su archivero; los consultorios, distribuidos de manera lógica y fácil de identificar, custodiados cada uno por su respectiva asistente, también visible y los médicos y enfermeras nos miraban a los ojos, en tanto desempeñaban sus funciones con el orgullo de los que se saben privilegiados. Trabajar en el Seguro era la aspiración máxima de cualquier doctor y en el Torreón de entonces, quienes así lo hacían conformaban una élite reconocida por competente, progresista y bien remunerada.

Mi tía Licha era la química responsable de la farmacia y ocasionalmente nos llevaba con ella para ayudarle a desempacar medicamentos, acomodarlos y cotejar las “sábanas” en las que registraba los pedidos y surtidos, los excedentes y faltantes. El color verde distintivo de papelería y muebles hacía resaltar el blanco de los uniformes; cualquiera suspiraba viendo los grupos de médicos jóvenes, internos y practicantes que andaban por los pasillos, sonrientes, disfrutando su trabajo y con un atractivo acentuado por la pulcritud de sus personas y su ropa de batalla. A mí me parecían guapísimos.

Entonces no se veían las computadoras que hoy están en cada escritorio, pero tampoco los montones de cajas apiladas en las esquinas, las huellas digitales y frontales que opacan los acrílicos y ventanillas, ni mucho menos los vendedores de golosinas ofreciendo su mercancía en el área de consulta, como si estuvieran en el estadio. Tampoco había el tráfico de gente que hoy deambula a su aire por todos los espacios del edificio, chupando paletas, mordisqueando el último pedazo de un tamal o tirando al suelo el paquete arrugado de frituras que acaba de consumir. ¡Nada de eso!, no lo permitía el cuerpo de seguridad: para comer cualquier cosa había que cruzar el bulevar Revolución.

Ha pasado mucho tiempo y la población de derechohabientes se ha multiplicado varias veces –también el número de médicos y de clínicas con que ahora se cuenta–; pero ni el tiempo ni las personas son responsables únicos del cambio. Por décadas, esa institución de servicio y atención a la salud, ejemplar y protectora en sus principios, ha vivido un deterioro interno que se manifiesta en la panorámica descrita. Es un lugar común referirse al Seguro como la “caja chica” del Gobierno y así debió ser, considerando el saqueo que sufrió la institución a través del tiempo y que la dejó sin fondos para hacer frente al retiro de miles de trabajadores que esperan la devolución de sus cuotas en forma de pensión. No hay con qué pagarles y ése es un problema real que se pronostica grave, dado el actual promedio de vida de los mexicanos.

Por otra parte, el IMSS –como otras instituciones similares– ha tenido que lidiar con sindicatos que protegen a sus agremiados fuera de toda razón, imponiéndolos como trabajadores en áreas de servicio, a pesar de su incapacidad, su flojera y su nula disposición al trabajo. Creo que son esta clase de personas las que, ignorantes de lo más básico respecto a higiene y salud, fueron tolerando, permitiendo y después colaborando en el desorden, la suciedad y el abandono del Seguro. Hace algunos años las cosas rebasaron todo límite, pudiéndose encontrar desechos orgánicos e infectos junto a alimentos o personas que tramitaban su ingreso urgente al nosocomio: si la enfermedad no era importante, se agravaba por el puro contacto ambiental; ni qué decir del área de consulta y las condiciones de la hospitalaria, donde un jabón, el piso limpio o una sábana sin manchas llegaron a ser lujos impensables.

Por fortuna, hoy se advierten cambios notables, aunque no suficientes. Al parecer, la preocupación sanitaria vuelve por sus fueros y podemos apreciar mayor limpieza, menos desorden. El problema es que muchos de los derechohabientes habituales se acostumbraron al estilo anterior y es difícil convocarlos al orden: exigen, ensucian, destruyen, acusan, maltratan, abusan de sus derechos, provocan alboroto y discordia.

Lo mismo pasa con los empleados. Es indiscutible que numerosos médicos, enfermeras, asistentes, trabajadores administrativos y de limpieza son conscientes de la importancia de sus respectivas actividades y las realizan con toda dignidad y eficiencia; sin embargo, muchos otros permanecen en la desidia, el desinterés, el mal humor y la desconsideración hacia los enfermos que solicitan sus servicios. Todavía, por desgracia, hay muchos empleados padeciendo su trabajo, en vez de disfrutarlo.

Hace un par de días acudí a realizar unos trámites en el IMSS. Impresiona el ir y venir de enfermos de todas las edades y condiciones, con toda clase de padecimientos. Unos parecen sanos, a otros la enfermedad les brota por los poros. Hay un sinnúmero de pacientes y acompañantes, algunos en silla de ruedas, con el expediente sobre las piernas; otros, cargando la botella de suero, caminan rumbo al laboratorio o a Rayos X, luchando con una bata minúscula que se abre sin remedio. Quiero imaginar qué hay en cada uno de ellos, en su diagnóstico, tras la expresión ansiosa o aburrida con que fijan la mirada en el consultorio al que esperan entrar. En ése brilla la esperanza, aquél tiene miedo; unos agradecen la oportunidad, otros más proyectan coraje: contra la enfermedad, contra la espera, contra un sistema de salud que les parece incómodo y dudoso. Médicos y asistentes también transmiten mensajes diversos: la preocupación y el interés genuinos por el estado del paciente; el fastidio crónico ante sus quejas –han desfilado demasiados por el consultorio y ya están hartos–. Se advierte en el tuteo con que tratan al enfermo una especie de superioridad incómoda y el “m’hijo o m’hija” provocan más intimidación que confianza.

En los estudiantes que acompañan al médico para aprender de su consulta, prevalece la actitud un tanto cínica y burlona, de quien pretende poseer el secreto de la salud, pero todavía no aprende la compasión por el dolor, el malestar o la vergüenza del paciente. Unos y otros entablan un discurso de miradas que parecen decir: “está mintiendo”, “no se ve tan mal”, “¿por qué viene a quitarnos el tiempo?...” Las dimensiones del dolor no siempre son externas ni siempre son comprendidas. Hay que ponerse en el lugar del otro para saberlo, para entender incluso qué le lleva a magnificar o fingir un malestar.

Es otro mundo el del Seguro Social y hay que aprender su lógica, su razón de ser, las múltiples funciones médicas, sociales y sicológicas que desempeña. Y debemos mantenerlo, evitar a toda costa su deterioro, erradicar todo vestigio de corrupción o ineficiencia que lo dañe, porque lo necesitamos. Ahí están nuestros remedios para el dolor, medicina y terapias que pueden mejorar nuestra calidad de vida, la esperanza de recuperación y la prevención para nuestros recién nacidos a este mundo tan lleno de amenazas. Si para el crimen organizado la vida no vale más que la bolsa de plástico en la que dejan los cuerpos mutilados por ellos, para quienes la amamos es un don de Dios y vivirla con plenitud y salud es nuestra más cara aspiración.

Ojalá y todos pudiéramos pasar una mañana observando rostros y cuerpos maltratados que desean restablecerse para gozar la vida o para trabajar mejor. Tal vez así volvamos a escandalizarnos ante la violencia y el crimen, hagamos un frente común para erradicarlos de nuestro entorno y luchemos por recuperar la paz.

maruca884@hotmail.com

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