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COMIDA CONFORT

Gaby Vargas

Estoy sola en el aeropuerto de Atlanta de regreso de un viaje relámpago de trabajo de 24 horas. Es uno de esos días largo y pesado, que me encuentra baja de energía. Al caminar por el largo pasillo del aeropuerto, paso por una de esas tiendas que venden de todo, y como si tuviera un imán, el área de golosinas me jala sin consultarme. Tomo dos y tres paquetes de no me acuerdo qué antojos, y como en una especie de trance, me los acabo compulsivamente cual niño al que le acaban de levantar el castigo de no comer dulces.

Lo compruebo: El hambre física y el hambre emocional no son lo mismo. Según el Dr. Robert Gould, autor del libro Shrink Yourself, el 95 por ciento de las dietas fallan porque estamos a disposición de nuestras emociones. Cuando estamos cansados, enojados, tristes o solos, sentimos una urgencia de correr al refrigerador o a la despensa para ver si encontramos un poco de consuelo en el fondo del bote de helado, o bien, de la bolsa de papas.

Gould la llama “comida confort”, ya sabes, ese pedazo de pastel, esa bolsa de cacahuates japoneses, chocolates, lo que sea que nos quite la ansiedad, la aburrición, la soledad, la frustración o cualquier otro sentimiento. Lo malo es que el confort no dura mucho tiempo. A los diez minutos de haberme terminado todas las porquerías que compré, me empecé a sentir culpable y llena de remordimiento. “¡¿Para qué me los comí!? Ni siquiera estaban tan buenos; soy una tonta, estaban llenos de azúcar, no valió la pena, y demás laceramientos mentales...”. El problema aquí, dice Gould, es que comienza el ciclo del yo-yo sin fin; porque para anestesiar la culpa, volvemos a buscar aquello que nos proporcione ese placer momentáneo. Al poco tiempo estamos, una vez más, usando la ropa grande del clóset, recorriendo el agujero del cinturón y reclamándonos nuestra falta de voluntad, para después meternos a hacer otra dieta mágica...

“Es algo que aprendemos desde el nacimiento”, de las mamás, de las abuelas, me comenta el Dr. Armando Barriguete, experto en desórdenes alimenticios. “Cuando el bebé llora por hambre, siente un dolor que se calma en el momento en el que recibe el alimento. Y así descubre la conexión emocional que hay entre su malestar y tensión interna, con lo placentero de la mamila y los cuidados de su mamá. Esta conducta alimentaria aparecerá siempre en momentos de tensión”.

Así que la comida es más que nutrición. De niños, cuando nos caemos y nos raspamos la rodilla nos dan una paleta, si nos sacamos buenas calificaciones nos dan un dulce, si es nuestro cumpleaños nos dan pastel, entonces nuestra cabecita continúa registrando que ésta es una manera de apapachar. Y, como dice la canción, “y ahí nos vamos...”.

Hay cosas en la vida que podemos cambiar, otras que no. Nuestro peso es de las cosas que sí podemos controlar, así que cuando nos sintamos aburridos, enojados, tensos, solos, o muy cansados y estiremos la mano para abrir una bolsita de donas, antes preguntémonos: ¿En verdad tengo hambre? ¿Viene de mi mente o mi estómago? ¿Es un hueco que busco llenar? ¿Cómo me voy a sentir después? ¿De qué tengo hambre de verdad? Porque quizá no es de comida. La verdadera razón es diferente para cada uno de nosotros, y encontrarla puede requerir una excavación ligera o muy profunda. Sin embargo, el detenernos a reflexionar la diferencia entre la necesidad emocional que nos hace comer o la necesidad física, creo que es un gran paso para entender, por qué a veces sí y a veces no, logramos bajar de peso. ¿No crees?

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