Las cartas cruzadas con sus correspondientes comunicados a los medios de comunicación social que se trenzaron en pasados días el secretario del Trabajo, Javier Lozano y el Jefe de Gobierno del Distrito Federal, Marcelo Ebrard, son una nueva manifestación de ese supuesto conflicto de leyes, incluso constitucionales, que pareciera existir entre la libertad de expresión y el derecho al libre tránsito.
El Secretario federal que atiende ese reclamo fundamental de que se mantengan por supuesto, pero sobre todo se incrementen los empleos productivos, para así conseguir la única vía realista el auténtico progreso y desarrollo pleno de las personas, las familias y la sociedad en general, reclama al Jefe de Gobierno del D. F., su inacción y en ocasiones hasta su promoción de marchas callejeras que crean un caos vial en la ciudad más poblada del mundo, con la consiguiente multimillonaria pérdida de horas hombre que representan daños incalculables a la productividad.
Marcelo Ebrard responde que no tiene por qué responder a los reclamos de un funcionario de una instancia distinta a la que a él lo eligió, que es la ciudadanía del D.F., y que la mayoría de esas marchas y plantones de las que se queja Lozano Alarcón, son producto de problemas no resueltos precisamente por la autoridad federal, son reivindicaciones que se generan en los estados pero que se plantean en la capital.
Por ello establece categóricamente que el Secretario del Trabajo está queriendo llevar ese problema a una traducción exclusivamente política, cuando que en realidad podemos apreciar que empezando por Ebrard, buena parte de quienes propugnan por una subordinación absoluta de la garantía constitucional del libre tránsito, respecto de esa otra garantía referida a la libre manifestación de las ideas, se dejan llevar por argumentaciones políticas.
Creo que el sentir generalizado de esa ciudadanía capitalina que Marcelo Ebrard dice ser su único motivo de actuación, está más que hastiada del caos de todos tipos que el manifestodromo continuo de que es objeto la capital de la República trae consigo.
Creo que el problema no se reduce solamente a millones de horas hombre perdidas en perjuicio de una productividad altamente necesaria para la mejora integral de la economía personal y nacional. Hay que considerar además el derrumbe de la calidad de vida del habitante no sólo del Distrito Federal, sino de los estados circunvecinos que cada día tiene que acudir a la metrópoli, y los de estados más lejanos que más esporádicamente pero en razón de esa misma atracción respecto de la solución de las situaciones claves se necesitan desplazar hasta la megaurbe.
Todo ello hace necesario que simplemente se aplique la ley, sin necesidad de represiones tal y como con exagerado dramatismo plantea Ebrard.
Son absolutamente ilegales los plantones que desquician la vida social y afectan vialidades primarias o carreteras, aeropuertos o instalaciones estratégicas. No se necesita reprimir, ni coartar la libertad de expresión para hacer que el bien común de la sociedad se imponga por encima de la acción intencionada de auténticos agitadores políticos.