Las grandes lecciones de la vida nos llegan cuando menos lo pensamos; pueden venir por la vía clásica de un libro, un catedrático, una conferencia, pero con más frecuencia es a través de instantes de lucidez que nos atraviesan en un segundo como ráfagas, de suerte tal que en ese mismo segundo hemos de tomarlos o dejarlos ir.
Tengo entre mis manos un libro especialmente enriquecedor: Lecciones de Vida de Elisabeth Kübler-Ross; la primera vez que supe de esta obra fue a través del jalisciense Dr. Guillermo Gutiérrez Calleros, neonatólogo y sensible humanista, quien en días pasados acaba de ser homenajeado por parte de la Pediatría organizada de México en el marco del Congreso Interamericano de Pediatría, en la ciudad de Monterrey. Volviendo al libro, es una obra que parte de los conceptos de la Tanatología para enseñarnos a vivir mejor, obedeciendo ese principio oriental de que aprender a morir es aprender a vivir intensamente cada día. Dentro del manejo de conceptos hay uno que en mi persona prendió con particular entusiasmo: El día que nos estemos muriendo no vamos a estar lamentando no haber dedicado más horas al trabajo de oficina, o no haber acumulado más dinero. Ese último día si de algo nos vamos a estar lamentando, es de no haber pasado más tiempo haciendo lo que verdaderamente deseábamos hacer; el no haber compartido con los seres queridos más allá de lo que compartimos; el no haber participado más de cerca en su formación y en sus logros personales.
Como un rayo lacerante pasó a través de mi persona esta idea, de tal suerte que me obligó a revisar lo que llevo andado, lo que actualmente hago, y lo mucho que falta por llevar a cabo. Me llevó a hacer un balance de mi actuación frente a los hijos, frente a los amigos, frente a mí misma. Me visualicé mentalmente en ese día final, y traté de adivinar el contenido de aquellas últimas palabras...
Probablemente el factor más inherente a nuestra persona sea el tiempo; junto al tiempo avanzamos, crecemos interiormente o nos dispersamos. Junto al tiempo vamos teniendo logros, lo dejamos escapar lamentablemente, o de plano se nos agota. El mismo tiempo viene a ser relativo conforme lo viva cada persona, y nadie podría asegurarnos hoy, si luego resultará ser como la distancia era a mediados del siglo veinte, un elemento a través del cual se puede transitar, pero aún no sabemos cómo. Lo paradójico es que perdamos el tiempo de modo tan lamentable, sin acaso percatarnos de que el que se va no volverá; habría que definir de las veinticuatro horas del día cuánto es el tiempo efectivo que en verdad estamos aprovechando, y cuántas las horas que escapan así nada más.
Esta mañana acudí a recibir un recién nacido; todo se tenía previsto que ocurriera de modo normal. Nació y en cuestión de treinta segundos sus condiciones se agravaron ostensiblemente; la coloración fue deteriorándose y su tono muscular se fue perdiendo; el corazón comenzaba a latir con menos fuerza, y la criatura no parecía reaccionar favorablemente a nuestros esfuerzos. En instantes como ésos el tiempo se torna pastoso; y la vida queda suspendida en torno a lo que sucede en aquel pequeño espacio del universo. Hoy más que en ocasiones similares vividas antes, comprendí lo importante que es el tiempo, lo vital que treinta segundos pueden resultar, así como la urgencia por aprovechar cada fracción del preciado elemento para hacer un cambio en la vida de un ser humano, y de hecho, en la historia del mundo. Si aquella criatura no hubiera reaccionado a nuestros esfuerzos, se habrían generado una serie de condiciones que habrían tocado la vida suya, de sus seres queridos, la mía personal, de la sociedad donde nació, del país y del mundo. Si Einstein no hubiera nacido, el pensamiento contemporáneo no sería como hoy es. Si Beethoven no hubiera sobrevivido a las condiciones de su primera infancia, sus obras no habrían tocado la vida de tantos, habría guerras que seguirían; rencores que perdurarían, romances que jamás habrían cristalizado. Si Schweitzer, o Gandhi, no se hubieran tomado el tiempo que se tomaron, para decidir hacer de su vida lo que hicieron, tal vez ninguno de nosotros estaría hoy aquí.
Termino con una idea del mismo libro que nos invita a ver la magia que se encuentra en las experiencias cotidianas. Lejos de orientarnos hacia los grandes momentos de gloria que se presentan una sola vez, hablamos de los pequeños instantes, de esos treinta segundos en cuya intensidad puede marcarse la diferencia para toda una vida, para toda una historia.
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