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Contraluz / ESTAMPAS URBANAS

Ma. del Carmen Maqueo Garza

Vi la hora, oteé a través de la ventana al ocaso, era el momento de partir al encuentro con la luna del naciente junio, que se adivinaba esplendorosa. Una noche antes la contemplé casi completa de un color asalmonado poco usual dominando el firmamento; hoy la buena fortuna parecía sonreírme, prácticamente todos los semáforos desde casa hasta el punto de encuentro me dieron el paso. Pronto estuve apostada en un mirador urbano desde el cual la he visto emerger preciosa en noches de luna llena.

Ya casi para llegar a mi destino capturó mi atención un sonido; provenía de una esquina donde se hallaba un hombre joven tocando una trompeta rústica y a sus pies, sentado sobre la acera, un pequeño de tres o cuatro años percutía una suerte de tambor. Su aspecto era de campesinos del centro del país; tocarían alguna melodía corta, luego de lo cual el hombre se quitaría su sombrero de paja para hacer una pequeña reverencia a los automovilistas y solicitar una moneda. El punto en el cual se hallaban colocados volvía poco menos que imposible que tuvieran suerte; los vehículos que pasaban a su lado lo hacían precipitadamente luego de cruzar una vialidad de alta velocidad. Los que hacían alto intermitente en espera del “siga” estaban en la esquina opuesta, de manera que difícilmente verían al hombre, y en caso de ofrecer una moneda, para ir a recogerla padre e hijo corrían peligro inminente de ser arrollados.

Me pregunté cómo es que el hombre no alcanzaba a comprender algo tan simple, lo que hacía no le estaba funcionando, tenía que cambiarse a la esquina de enfrente; entonces supuse que debía de sentirse como cualquiera de nosotros lo haría si nos soltaran en medio de la selva Lacandona... Me cuestioné qué futuro tendría aquel chiquillo que lucía cansado, con sueño, y posiblemente sin haber probado bocado. Para cuando regresé de mi cita una hora después, hombre y niño seguían justo como los dejé, como una fotografía fija.

Pero bien, ahora ya estaba apostada en aquel mirador magnífico; la cerca metálica que se interponía entre la ansiada imagen y mi persona no representaba mayor obstáculo. Del otro lado de la malla pude ver una colonia que se ha consolidado en los últimos quince años, pude observar el tamaño que han alcanzado las copas de sus árboles, y de algún modo me recordó mi cuna lagunera. Era curioso albergar aquella sensación de nostalgia al ver un paisaje que sin parecerse físicamente, evoca una atmósfera como alguna de la infancia; me extravié un buen rato en recuerdos, claro, sin dejar de atisbar al horizonte por la llegada de la gran señora.

Ratos como éste, de absoluto estar yo-conmigo son preciosos; por otro lado la luna seguía sin aparecer, no había nubosidad que estuviese impidiendo su observación, o al menos así parecía. A la distancia pude espiar una pareja de adolescentes en el proceso de charla informal en una esquina; fue divertido adivinar a través de su expresión corporal que tenían poco de conocerse, que él estaba interesado en ella, que a ella no le era indiferente. Como piezas de ajedrez cambiaban sus posiciones en un sentido y en otro de la banqueta, conservando en todo momento una distancia prudente entre ambos. En aquel momento pensé en los cortejos de las aves; él luce, ella observa; él hace acercamientos, ella los esquiva; finalmente él conquista, ella cede, lo que en ratos parece extraño en un contexto moderno hombre-mujer en el que tantas veces se brinca del “hola qué tal” al sexo burdamente explícito sin mayor motivo que el placer... Un rato después la pareja había desaparecido, supongo que la chica miró el reloj y supo que su mamá la esperaba.

En aquel momento de la noche cuando a lo lejos las titilantes luminarias urbanas comenzaban a danzar a manera de espectros, supe que la luna no había acudido a la cita; como diva temperamental se negó a salir a escena, lo que para mí constituía una desilusión, pues la había esperado con la emoción de un niño al que se le ha prometido el ansiado regalo. Sin embargo la noche no resultó en balde, adquirí grandes enseñanzas acerca de la vida, que la cuna la lleva uno por siempre en el corazón; que hay mucho por hacer como ciudadanos por los miles de niños en situación de marginación, y finalmente que la autoestima de mis congéneres, luego de los reveses de una sexualidad desenfrenada, comienza a recoger sus aguas y a tomar su cauce natural rumbo al gran océano.

maqueo33@yahoo.com.mx

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