El día que cada niño tenga un padre que no tema albergar un corazón pleno de bondad, nuestro mundo habrá comenzado a sanar sus heridas.
Como tantos domingos me veo ante el delicioso reto de elegir un tema para proponer a algún lector que pueda yo tener; salgo al patio de mi inspiración a dialogar con la naturaleza, y en cuestión de segundos me sumerjo en un mundo ajeno a la violencia de las calles, un espacio que llama a la inspiración. Como tantas otras veces sucede, comienzan a danzar frente a mis ojos imágenes variadas; danzan sin tocar el suelo, y a cada vuelta me sonríen, como queriendo dejarse atrapar por mi amor a la palabra escrita.
Hoy tienen particular presencia dos figuras muy queridas: Mi padre y el padre de mis hijos; el mayor avanza sereno como sereno fue en sus últimos años; el más joven se mueve vigoroso como siempre vivió. Sus imágenes capturan mi atención, de manera que más allá del afán comercial de la ocasión, quiero hablar de la figura del padre en una sociedad que parece haber extraviado sus principios, avanzando errática como nave sin rumbo.
Vuelvo de nueva cuenta mis ojos a este pedacito de cielo que es mi patio, y me pregunto cómo dentro de un orden natural, el mundo trae sus valores trastocados, acosado por la violencia. Me pregunto si detrás de cada acto delictivo que surge en nuestro México habrá faltado una figura de autoridad que hubiese regido y aconsejado al niño de ayer, de manera que hoy se vuelca en destrucción.
Mi padre fue un hombre que se hizo solo; la ausencia de la figura paterna no fue una limitante para alcanzar sus sueños. Su madre tuvo la visión para sacarlo adelante sola contra todos los prejuicios de la época, y no descansó hasta verlo entrar al Politécnico, en la carrera de Ingeniería Civil. Ya lo demás corrió por su cuenta, trabajando y estudiando a la vez; el cálculo fue su pasión, de manera que aplicaría las matemáticas hasta en cuestiones cotidianas de la vida, lo que me proporcionó un buen marco referencial. Hay males que toman de sorpresa cuando menos se esperan, y tal fue su caso frente al enemigo íntimo que lo habría de acompañar durante los últimos veinticinco años de su vida. El mal del cuerpo permite que afloren ciertas bondades del alma que de otra suerte habrían permanecido ocultas; en él surgió una vena poética que le permitió enfrentar los embates de la enfermedad hasta el final, cumpliendo con su dicho: “con el escudo o sobre el escudo, nunca debajo del escudo”.
Pepe mi compañero para vivir la vida y padre de mis hijos, fue un soñador de optimismo desbordante que se quitaría la camisa para dársela al desposeído, lo que no pocas veces me hizo desatinar, y que a la vuelta del tiempo ha resultado en divertidas anécdotas. Fueron pocos los años que alcanzaron mis hijos a convivir con él, pero sé que fueron suficientes para que cumpliera su cometido de encauzarlos por la senda de la alegría y la generosa disposición. Los miro y le miro, sé que está presente entre nosotros su mirada llena de luz, la sonrisa franca y el canto que amaba; está aquí con aquel modo de apagar fuegos, de amainar tormentas, y de encender entusiasmos. Ojalá que el día de mañana sean muchos los hijos que puedan evocar la imagen de su padre con el gusto con que los míos lo hacen; ojalá que el día de hoy haya muchos hombres se atrevan a vencer la inercia para ser esos padres nutricios y cercanos.
Desde este pedacito de mundo en donde todo ocurre en santa paz, quiero exhortar a los varones de este planeta a emprender una autoridad real y firme, que no se doblegue ante chantajes, para establecer un marco referencial para sus hijos. Que sepan ganarse con su proceder de cada día la autoridad moral para exigir lo que se tenga que exigir, pero que más allá de su papel de mando y guía, amen al hijo como lo más precioso. Que se lo hagan saber, que se sienten a escucharlo y se interesen por sus cosas; que lo traten como tratarían al mejor de sus amigos cuando los visita. Que vayan trazando desde hoy las memorias vivas del mañana, las que habrán de palpitar en el hijo por siempre; que reconozcan lo afortunados que son ante esta misión sagrada de dar la vida, pero más aún, de modelarla a pulso, como hace el artista con la mejor de sus obras.
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