Mudarse de casa no deja de ser todo un complejo acontecimiento, por más que se piense de otra manera. Comienzan a salir un millón de objetos de quién sabe dónde, y cuando volvemos la vista en derredor, nos damos cuenta de que hemos vivido sumergidos todo este tiempo en un mundo de cachivaches bastante inútiles, con los que ahora no sabemos qué hacer. Tomamos entre las manos este objeto o aquél, lo miramos por un momento, y nos preguntamos si en los últimos meses le hemos dado algún uso, o si ni siquiera recordábamos que lo teníamos.
Complicadísimo cambiarse de casa... ¡Paradójicamente al morir nada nos llevamos! Así de sencillo, algunos tras un proceso de preparación personal, de reconciliación con la vida; otros atravesados por un fulgor súbito, tarde o temprano todos nos vamos de este mundo sin ser dueños ni del último aliento. La mudanza es entonces total, definitiva, y absoluta; nada cargamos a la otra vida. El más pobre y el más rico; el sabio como el ignorante; de igual manera el jerarca como el más sencillo de los súbditos, la mudanza es una sola. Atrás quedan los lloros de los seres amados, las memorias, las huellas del propio andar, las páginas de la historia personal.
Esta mañana amaneció particularmente fría, y lluviosa; me siento frente a la computadora y observo a mis tres colosos mansos, verdes, estáticos. Por un momento los mueven las gotas que no dejan de caer, y al hacerlo juguetean con sus jóvenes brotes sacudiéndolos una y otra vez. El cielo es de un gris ostión, las calles lucen desiertas, no se deja escuchar un solo paso que interrumpa el monótono sonido del agua, ni el chirrido de un motor, ni el ladrido de perro alguno. Un gorrioncito temerario brincotea entre los charcos, pero más allá todo está en reposo, el paisaje urbano se somete manso a los mandatos de la naturaleza.
La lluvia es bien recibida por el desierto; llega como promesa de vida a fecundar el suelo particularmente duro y calizo. Los expertos hablan de los efectos del calentamiento global, de que las grandes regiones glaciares se derriten, yo sólo sé que la vida es así, impredecible, caprichosa, siempre una nueva oportunidad para emprender aprendizajes diversos. Recuerdo ahora los amenos relatos de viaje de Leo Buscaglia cuando hablaba sobre la forma de vida en algunas regiones de oriente, cuyos habitantes están acostumbrados a que llegue el monzón y arrase con las aldeas enteras. Debido a esta situación propia de su geografía, no tienen más posesiones que las que puedan llevar bajo el brazo cuando la lluvia empieza, y se ven obligados a subir a una balsa que ellos mismos tienen preparada, y partir a nuevos derroteros, uno distinto cada vez.
Así ha de ser la muerte, un llamado impostergable que ha de atenderse con paz en el alma, presto el paso, ligero el equipaje, dispuesto el espíritu a avanzar en su propia ruta interior. Como cae la lluvia esta mañana ha de caer el llanto de una familia que ha visto partir a uno de sus miembros, un jovencito de secundaria quien acudió a servir durante las misiones de Semana Santa en un poblado de la sierra duranguense. A él pidió el Señor más que a sus compañeros; lo ha recogido como a los privilegiados, en un abrir y cerrar de ojos. El dolor de su familia es profundo sin lugar a dudas, pero quede en sus corazones la certeza de saber que él se encuentra ahora en una dimensión distinta, desde la cual el sufrimiento humano se esparce como fina arena sobre las playas del infinito.
Importantes lecciones da la vida esta contrastante mañana húmeda de abril; nos habla de andar con paso ligero, dejando atrás las pesadas cargas del ayer que nada hacen más que entorpecer la marcha. Nos habla de renovarnos, de estar preparados para partir cuando el momento llegue, no antes ni después. Nos invita a ser como el desierto, acogiendo benévolos lo que el cielo manda; o como el gorrioncito, a andar con alegría por los caminos que nos van siendo señalados.
Vida de contrastes que mucho enseña a quien tiene la paciencia de atender sus lecciones. Dispongamos pues el espíritu a ser ligero, a no anclarse al suelo, a vivir como si el monzón nos fuera a sorprender en cualquier instante, y podamos partir en nuestra balsa, sin demora hacia nuevos derroteros.
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