El último número de la revista Newsweek aborda el tema de la felicidad; le concede tanta importancia como tendría el Dow Jones o la vacuna contra el SIDA. Los científicos abordan con toda seriedad la felicidad como pieza clave en el desarrollo de nuestras sociedades. Richard Ryan, psicólogo de la Universidad de Rochester es muy enfático al cuestionar si las sociedades se muestran satisfechas por lo que han logrado, y se pregunta si la búsqueda la felicidad por la vía del placer ha sido el mejor camino, o si es hora de darle un nuevo enfoque. Coincidencia o no, un número previo de la conocida publicación abordaba la tragedia en la Universidad Tecnológica de Virginia...
Me parece sensato partir de este punto para analizar el papel de la satisfacción personal como indicador de sanidad social. Esta reflexión es un alto en el camino, luego de cincuenta años empeñados en fomentar el desarrollo intelectual del ser humano, bajo la tesis de que a mayor conocimiento, y a mayores habilidades y destrezas, tendríamos mejores sociedades. Algo ha fallado, los resultados así parecen indicar, por lo que ahora retomamos el asunto bajo una nueva óptica.
Buscábamos seres superdotados, comenzamos a robar infancia a nuestros niños, a sustituir las canciones de cuna por ecuaciones algebraicas; los juegos dejaron de ser espontáneos para encajar perfectamente en un modelo científico comprobable, y de alguna manera comenzó a darse un aislamiento emocional entre individuos. Nuestros afanes aumentaron, surgió entonces el entrenamiento fetal en nuestra búsqueda de niños genio; ahora se sometía al feto a obras de los grandes compositores; versículos de la Biblia o tablas logarítmicas. Como padres nos urgía que la sociedad nos otorgara el reconocimiento por tener hijos superdotados que a los tres años escriben poesía, o que a los cinco desarrollan un modelo de reactor nuclear. No importaba sacrificar su derecho de ser niños.
Así venimos a aterrizar a este nuevo milenio, en donde la tecnología nos ha rebasado con mucho; seguimos empeñados en incubar genios en hogares, jardines de niños y centros escolares, hasta que algo sucede en algún lugar del mundo y surge la gran pregunta, si lo que estamos haciendo es lo más apropiado para el desarrollo integral del ser humano.
Los medios de información se han instalado en nosotros como una segunda piel, en ratos parecen constituir una coraza que constriñe el espíritu. Volvemos la vista a lo que éstos nos sugieren y ahijamos la idea de que los elementos para ser felices se llaman dinero, fama, fortuna, belleza y lujos. El placer en cualquiera de sus formas se nos presenta como el deporte de moda; nos venden la idea de que fulanito actor o zutanita cantante amanecen con la dicha instalada en medio del pecho, tienen resueltos todos sus problemas, y nada les conturba. Son prácticamente inmunes al infortunio, pueden hacer los mayores ridículos en público o vivir en absoluto desenfreno, sin perder en ningún momento su popularidad.
De alguna manera, subliminal o no, nos tragamos este concepto, y de alguna otra manera, consciente o no, comenzamos a medirnos frente a ellos, hasta sentirnos algo así como escarabajos en medio del desierto. Lamentamos nuestra desgracia, y tal vez pretendamos sedarla con algún elemento que tengamos al alcance, en un proceso de enajenación autoinducida, valiéndonos quizás de sexo, alcohol o psicofármacos, por mencionar algunos. De repente algo sucede en una universidad feliz, el mundo voltea los ojos, se pregunta dónde estuvo el error, y tiene la sensatez de emprender una revisión concienzuda de lo ocurrido; en este punto estamos.
Ryan llega a una conclusión tan simple como sensata después de su investigación: La felicidad verdadera se alcanza, no por la vía del placer sino por la del servicio a otros. La felicidad que se ha vuelto medicina urgente en nuestras sociedades se aleja por completo de las apariencias que nos venden los medios, y se acerca al concepto del propio conocimiento; de vivir cómodamente dentro de mi piel; de saber comunicarme con otros, y de estar dispuesto a hacer el bien, en lugar de sentarme a esperar que otros me lo hagan a mí. Todo ello redunda en encontrar un sentido a la vida, un propósito más allá de los confines de mi propia persona.
Algo demasiado simplista, de primera instancia. Pero si lo analizamos bien, y sobre todo si lo creemos y practicamos, estaremos en el camino correcto para resarcir las heridas de una sociedad de alas maltrechas, que duda lanzarse desde el risco y tiembla de frío replegada en sí misma, a merced de los vientos.
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