A LA VUELTA DEL TIEMPO
Como el peregrino a Santiago, a lo largo del camino vamos haciendo una pausa, un momento de reflexión frente a nuestro avance. De alguna manera desde que tenemos uso de razón comenzamos a dar los primeros pasos en lo que será el propio sendero, y es conforme el tiempo pasa, como vamos rectificando el rumbo de vez en vez, con la mirada puesta en un objetivo final.
Si preguntásemos a un muchacho de preparatoria cuál es su propósito en la vida, posiblemente nos contestara que hacer una carrera, consolidarse profesionalmente, algún día casarse. Si hiciésemos la misma pregunta a alguien que recién va egresando de la universidad, su respuesta será más afinada: Iniciar una maestría, un doctorado; establecerse como empresario independiente, fincar un hogar.
Y si siguiéramos preguntando a unos y a otros a lo largo de las distintas etapas de la vida, las respuestas irían abriendo un abanico muy amplio de alternativas. Es de este modo como el ser humano va consolidando su posición económica y profesional; se hace de comodidades, y siente la tranquilidad de contar con lo necesario para cualquier imprevisto. Sin embargo yo me pregunto qué pasa muy dentro de él, en su espíritu, si conforme va alcanzando estos indicadores de éxito social, surge una sensación plena de haber cumplido con la vida.
Don Timo es un gran hombre enfundado en una figura menuda que se coloca en una u otra esquina a vender periódico; sus muchos años le habrán marcado el cuerpo, pero en su interior es una persona joven y activa. Mis hijos y yo pasamos revista mental de su presencia, y esta vez teníamos un par de semanas de no verlo; resulta que unos jóvenes que no pueden haber nacido de mujer, acometieron a golpes contra el anciano para robarlo, le fracturaron varios huesos, y ahora se encuentra inactivo en fase de recuperación. Don Timo vive en un cuartito improvisado dentro de un terreno en el cual la maleza ha hecho de las suyas; lo encontramos sentado en una silla tomando el fresco del atardecer; a su lado tenía una mesa pequeña con algo de comida y su radio de pilas, aparato que siempre le ha acompañado. En el rato mientras permanecimos a su lado, conseguimos una buena colección de picaduras de hormiga, pero a él parecían no tocarlo los insectos. Ya caía la tarde, las luciérnagas brillaban en derredor nuestro conforme la oscuridad iba devorando a don Timo y sus escasas pertenencias.
Con su voz que no es intensa, por lo que hay que concentrar la atención para captar, nos relató lo acontecido; ya luego nos estuvo hablando de cómo maneja su economía. “Yo no necesito mucho, no pago luz... en cambio los niños -refiriéndose a los otros voceadores- sí necesitan el dinero. Entonces de lo que me da la gente, porque ha de saber que muchos millonarios me ayudan, me dan los diez pesos, y siempre me sobra algo. Entonces yo le compro a los niños sus periódicos, les doy dos pesos más por cada uno, para que lleven ese dinero a su casa, porque a ellos sí les hace falta”.
Mis hijos y yo regresamos a casa con una lección de amor en nuestro corazón, dejamos atrás la figura de ese gran hombre enfundado en un cuerpo delgado, viejo y ahora con los huesos rotos, en el que mora un gran maestro. Al siguiente día mis hijos no dejaban de agradecer al cielo por aquella lección dominical.
El horizonte se extiende sobre nuestras cabezas como una bóveda celeste cuya dirección es curvada; conforme a esta disposición espacial los elementos aparecen como venidos de la nada en un extremo de la curva, y van a terminar en el extremo opuesto hasta desaparecer. De este modo las cosas vienen y van en nuestra vida, de manera que a la vuelta del tiempo nos quedamos como en un principio, parados sobre un punto del planeta, como hoy está don Timo, y entendemos que la mayor parte de nuestros afanes de juventud sirvieron para lo externo, pero que para la parte espiritual de nuestra existencia no necesitábamos tanto. Aquella noche entre malezas y picaduras de hormigas, mis hijos y yo entendimos a cabalidad que lo que uno se ha de llevar el día que parta, no tiene nada que ver con tener una casa grande; carro a la puerta; con haber viajado en clase ejecutiva, o con codearse con la más alta sociedad. Que lo que verdaderamente nos llevamos, y por lo que como cristianos sabemos que se nos ha de pedir cuentas, es precisamente por lo que albergamos en nuestro corazón y lo que dimos al otro, a ése que “sí necesita, para pagar la luz”, como diría don Timo.
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