Hay conductas políticas que, sin configurar un delito, dañan a la democracia y al Estado de Derecho, degradan la cultura de la civilidad y borran los principios de la ética política. Esas conductas frecuentemente provocan un daño semejante o mayor al que los criminales cometen contra la sociedad.
Ante esas conductas, sin embargo, los políticos son en extremo tolerantes. Ahí, desaparece la dureza del lenguaje. Al criminal se le deja caer todo el peso no necesariamente de la ley, pero sí de las palabras que no dejan lugar a dudas: “no daremos ni un paso atrás en la lucha contra la delincuencia”, acaba de decir el presidente Calderón.
Duro sobre los criminales se van los políticos, suave sobre los políticos se van sus colegas. Tienden una red de protección sobre los suyos y acaso, para ocultar esa complicidad de gremio, radicalizan el discurso –sólo el discurso– contra los criminales. El problema es que, al final, la impunidad hermana a políticos y criminales. Se persigue a los delincuentes, pero muy de vez en cuando se les castiga. Se lanzan dos o tres puyas contra el político que –sin incurrir formalmente en un delito– abusa del poder o comete daños contra la nación o la sociedad, pero de ahí no pasa.
Si el crimen queda impune y el abuso del poder sin sanción, el resultado es terrible: nunca hay culpables, nunca hay responsables y porque no los hay, el país se hunde en la subcultura de la impunidad y del cinismo.
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Los criminólogos tienen claro que, frecuentemente, la impunidad es más grave que el mismo crimen. El no-castigo invita a cometer delitos porque es la garantía de que, aun cuando se persiga a aquéllos, no supone que el delincuente sufrirá una pena.
Los politólogos tienen claro que, frecuentemente, la no-rendición de cuentas o la rendición de cuentas sin consecuencia es más grave que el mismo abuso del poder. El hecho de que los políticos reduzcan la rendición de cuentas al llenado del formulario con su declaración patrimonial sin que ello tenga ver con la responsabilidad de sus actos es garantía de que se pueden cometer abusos sin sufrir las consecuencias.
Impunidad y no rendición de cuentas están generando un país donde el civismo es sinónimo de cinismo. Un país donde los criminales conviven con la ciudadanía porque, en esa lógica, su actividad pasa como un oficio socialmente aceptado. Un país donde los políticos pueden abusar del poder o dañar al país sin ningún problema porque su gremio los cobija, los tolera e incluso, los premia precisamente por su conducta, sin que la ciudadanía los tenga a su alcance.
Así, sin castigar a los criminales y sin sancionar a los políticos se va construyendo una sociedad de cómplices y no una sociedad de ciudadanos. Todo se perdona, todo se tolera, todo se permite, todo se olvida mientras la impunidad criminal o política se transforma en tradición o costumbre.
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Viene a cuento lo anterior porque, aun cuando no lo parezca, la impunidad política tiene qué ver con la impunidad criminal.
Sin entrar a reseñar los vasos comunicantes entre el crimen y la política –notable y notoriamente el filósofo Hans Magnus Enzensberg en su libro Política y Delito, los puso magistralmente en evidencia– la ciudadanía debería marcarle el alto a los políticos que, habiendo abusado del poder o dañado al país, se presentan como si lo hecho fuera una travesura. O, peor aún, haciendo alarde de que aquella conducta es virtud y no vicio. Esos políticos pueden no haber violado la ley pero, por el daño cometido a la cultura de la legalidad y la civilidad, deberían ser sancionados políticamente.
Se está volviendo costumbre que ese tipo de políticos abusen del poder o cometan daños con una sonrisa en la boca y de paso, se burlen de la ciudadanía, hagan y deshagan a su entero gusto y en el colmo de su cinismo, presenten el abuso con timbre de orgullo.
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Por esa puerta de la impunidad política, lo grotesco e inadmisible se convierte en uso y costumbre, en tradición que frena la modernización política del país.
Vicente Fox puede convertir en tema de conferencia magistral su intromisión política en la elección presidencial, festejar en público cómo se desquitó de Andrés Manuel López Obrador, asegurar que él ganó dos veces la elección presidencial, reñirle el espacio al actual presidente de la República y pasearse por el mundo como el hombre de la alternancia sin rendir cuentas de por qué estuvo a punto de fracturar al país.
Mario Marín puede recibir, en nombre ¡de los jóvenes poblanos! y de manos del ¡presidente de la República!, el reconocimiento por su desempeño en la Olimpiada Nacional, importándole un bledo el fallo que postergan los ministros y la condena social por abusar del poder para satisfacer a un presunto pederasta. Ni el decoro de separarse del cargo en lo que lo investiga la Suprema Corte tiene el señor gobernador. Para qué si a fin de cuentas, ha de pensar, no le va a pasar nada. ¡Sonríe el presidente Calderón, sonríe el gobernador Marín! ¡Qué buena foto!
Ulises Ruiz puede traer de cabeza a su estado pero, como los agujeros de la ley y las componendas políticas no permiten –al menos hasta ahora– fincarle responsabilidades, puede desembarazarse de las muertes y los daños provocados donde, absurdamente, dice gobernar. Ante la economía desvencijada y la incertidumbre política, el gobernador oaxaqueño también sonríe.
Manuel Espino declara que la Presidencia de la República intervino en la elección de la gubernatura de Yucatán. Desde luego, en nada le importa la indebida intromisión, sino que la Presidencia no se coordine con su partido. La confesión ahí queda, como un simple exabrupto producto del ardor de la derrota. ¿No hay algo de cinismo?
Los legisladores, directamente relacionados con la aprobación de las reformas inconstitucionales de la Ley de Radio y Televisión, reciben el fallo de la Suprema Corte como si el brutal revés fuera una simple opinión que en nada los afecta. Aprobaron una ley inconstitucional a sabiendas que lo era, pero no ven por qué rendir cuentas. En ese marco, aun cuando el alcance del fallo no lo afecta, pero lo descalifica brutalmente, el presidente de la Comisión Federal de Telecomunicaciones, Héctor Osuna, no advierte ni por asomo la necesidad de renunciar. Por el contrario, está convencido que la reforma es correcta; lo que está mal es la Constitución. Háganle como quieran, aquí me quedo.
Los consejeros del IFE pueden atribuir a las incolmables lagunas jurídicas los errores cometidos durante la pasada elección presidencial y aun cuando ya no gozan de la confianza ciudadana (67 por ciento considera que deben irse), permanecen en el puesto y anuncian que ya preparan la próxima elección. Saben que su permanencia pende del hilo de la negociación política de los partidos y a eso le apuestan. Que una porción considerable de la ciudadanía no crea en ellos, no es motivo de renuncia.
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Sobran ejemplos de cómo la impunidad va adquiriendo carta credencial de la nueva cultura. Abierta esa puerta, todo puede pasar. Al civismo lo reemplaza el cinismo. Al derecho, la transa. A la negociación, el chantaje. Al político, el criminal.
Sin castigo el criminal, sin rendición de cuentas el político, los vasos de comunicación entre una y otra actividad se agrandan.
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