Qué rápido cambió el sentimiento de los mercados. Hace unas cuantas semanas los inversionistas celebraban, llenos de euforia, el rompimiento casi diario de récord tras récord de los indicadores bursátiles. Quizá algunos ya lo olvidaron en medio de los sobresaltos financieros recientes, pero el 6 de julio pasado el Índice de Precios y Cotizaciones (IPC) de la Bolsa Mexicana de Valores (BMV) registró su máximo histórico de 32,411.84 puntos, mientras que el 19 del mismo mes el Dow Jones alcanzó los 14,000.41 puntos y el Nasdaq los 2,720.04 puntos.
Unas semanas después el panorama luce muy distinto y bastante sombrío. La euforia ha sido substituida por un pesimismo creciente, que lleva a las personas a preocuparse por la posibilidad de un desplome mayúsculo de los mercados. Este cambio de expectativas se refleja ya en una caída desde los máximos mencionados que en algunos casos rebasa el 10 por ciento.
Lo curioso, sin embargo, es que lo que causó estos desplomes no fue un evento sorpresivo, que pocos previeron, sino una crisis muy anunciada y de la cual se dieron múltiples advertencias. Me refiero al desenlace de la burbuja especulativa del sector inmobiliario en Estados Unidos.
Este problema no es nuevo y estuvo gestándose por varios años. Fue en gran parte resultado de la inyección enorme de liquidez de la Fed y otros bancos centrales para hacer frente, primero a los efectos de la desaparición de otra burbuja, la de las empresas tecnológicas en el año 2000, y luego a las repercusiones de los ataques terroristas del 11 de Septiembre de 2001.
Desde entonces, el vigor de la economía norteamericana se fincó en sus consumidores, quienes aprovecharon el aumento en la valuación de sus activos inmobiliarios para gastar. El alza de los precios de las viviendas vino a sustituir al auge del mercado bursátil como sostén del consumo de los estadounidenses. En cierta forma podemos decir que una “burbuja”, la bursátil, fue sustituida por otra “burbuja”, la inmobiliaria.
El problema se exacerbó en los dos últimos años, cuando las empresas inmobiliarias, en su afán de sostener el ritmo de crecimiento de los años previos, promovieron agresivamente los créditos hipotecarios sin enganche.
Una encuesta de la National Association of Realtors muestra que el 40 por ciento de los compradores nuevos en 2005 y 2006 obtuvieron sus casas con hipotecas en las que no tuvieron que pagar enganche. Esto se tradujo en un nivel de ahorro privado casi inexistente y un endeudamiento de las familias estadounidenses que registra cifras sin precedente.
Me llama mucho la atención, por tanto, que todavía en el mes de mayo de este año, cuando ya eran evidentes los problemas en el mercado hipotecario, los entusiastas analistas de Wall Street seguían rechazando la posibilidad de una crisis hipotecaria y de que pudiera contagiar a los mercados financieros. No aceptaban que lo más vulnerable del dinamismo de su economía era, otra vez, su puntal más visible: la apreciación de los activos inmobiliarios.
Hoy vemos, otra vez, que fue una tontería suponer que el alza extraordinaria de precios en los mercados inmobiliarios en varios países del mundo, incluyendo Estados Unidos, no era una burbuja, o que si lo era, no tendría repercusiones de consideración sobre los mercados financieros.
Este auge inmobiliario duró bastante más tiempo del que muchos imaginamos, como también lo hizo en su momento el auge bursátil de las empresas tecnológicas, cuya desaparición ocurrió varios años después del famoso comentario de la exuberancia irracional de Alan Greenspan en 1998.
Hace dos años escribí sobre este particular que “los promotores de vivienda y los vendedores de bienes raíces (estadounidenses)… están viviendo, sin duda, una fantasía inmobiliaria. Esta situación, sin embargo, es insostenible. El problema es que entre mayor sea el auge, mayor la caída. Es imposible predecir cuándo comenzarán a bajar los precios, pero lo harán. Nadie sabe si el ajuste de precios ocurrirá en una semana, un mes, o un año. Lo que me temo es que cuando suceda puede ser bastante más perjudicial de lo que actualmente anticipa la mayoría de los agentes económicos”.
El auge inmobiliario, mientras duró, sacó a la economía estadounidense de la recesión que provocó el final de la burbuja bursátil de fines de la década pasada, pero ahora no se ve qué burbuja pueda sustituirla como base del crecimiento económico de Estados Unidos.
En consecuencia, si los trastornos actuales se convierten en una crisis más profunda, habrá severas repercusiones sobre el desempeño de la economía global por los próximos años.
En México el panorama bursátil puede ser más sombrío. No perdamos de vista que mucho del auge reciente no se debió al atractivo específico de nuestro país, sino al exceso de liquidez global que propició un alza generalizada de las bolsas alrededor del mundo y que está en proceso de desaparecer.
Tampoco olvidemos que las perspectivas de la BMV están íntimamente vinculadas a la suerte que corran los mercados financieros estadounidenses, que ahora atraviesan una contracción importante.
Esos factores y la alta probabilidad de que los inversionistas se decepcionen cuando vean que el mediocre desempeño económico de nuestro país se traduce en pobres resultados de las empresas, pudieran propiciar una caída todavía más pronunciada de los precios de las acciones en México.
Es temprano, sin embargo, para llegar a una conclusión definitiva. La Reserva Federal cambió su percepción de riesgos la semana pasada y decidió disminuir su tasa de descuento.
Ello puede ser preámbulo para una reducción de la tasa de fondos federales, que aliviaría la turbulencia actual y haría menos costosa la purga que tendrá que darse en su mercado inmobiliario. Esa medida daría, por lo menos, un respiro a los mercados.