El Gran Palacio con una gigantesca alfombra de flores.
POR RICARDO RUBÍN
BRUSELAS, EN UN BREVE RECORRIDO
Bruselas, la capital de Bélgica, es el paraíso de las chicas ricas. En una sola calle, larga, elegante, señorial, hay boutiques puerta con puerta de Yves St. Laurent, Regine, Paco Rabane, Ralph Laurent, Dior, Balenciaga y demás, en provechosa competencia de lujo, buenos precios, y exquisitos modales de vendedoras de lujo a las que es difícil decir: “Pues sí, me gusta mucho este saco de 800 dólares, pero después regreso”.
El original de cualquier modista francés: mil quinientos dólares... Un abrigo de foca, así de largo, 1,900 dólares... Los anillos, en gran profusión en manos y pies, son la novedad permanente. Los de los dedos de los pies tienen campanitas que tintinean al caminar... Lo que ya no se ven son las bandas frontales, tipo piel roja, como las que usan algunas tenistas.
Imposible no dejar de admirar, en los cafés al aire libre mejor situados, las faldas cortas de las muchachas con aberturas laterales que, en muchos casos, hasta dejan ver la ropa interior... Un gran letrero muestra a un señor de ceño fruncido y dedo extendido que advierte: “Las pastillas anticonceptivas engordan”... Sorprende que el ultrafamoso muñequito “Mannecken Pis”, símbolo de la ciudad, tenga sólo 35 centímetros de altura, pero ejércitos completos de turistas lo contemplan y retratan a diario.
En los escaparates de las fruterías, albeantes como joyas preciosas, cajas de fresas del tamaño de una mandarina y ciruelas de un rojo rabioso... Moda chic: los relojes para hombre y mujer tienen ahora el mismo tamaño... Mi hotel, “La Légende”, en la calle Lombard, es sencillo, sin lujos, ubicado en el interior de un patio. Es limpio y está a pocos pasos de la Grand Place, a la que llaman la ciudad baja, con gran movimiento de pequeños cafés, bares, tiendas de souvenirs y restaurantes de comida belga e internacional.
Pero lo que más fascina de este barrio son los pequeños locales donde venden papas fritas y kebab, y en carritos ambulantes mejillones fritos. Hay bares realmente fascinantes, con decoración Art Nouveau y el techo ennegrecido por el humo de los siglos. En los bares sirven bocadillos y están abiertos hasta muy tarde, y algunos hasta el amanecer.
Un viaje a Gante y a Brujas, cerca de Bruselas, es un recorrido al pasado, a la época de la capa y la espada.
Y la primera sorpresa se recibe en el trayecto cuando se ve que los campesinos de Flandes viven en casas que superan en mucho a nuestras mejores residencias... Albeantes, inmaculadas están las aldeas, ciudades, calles, fachadas... ¿Será posible que el polvo, los niños piden caridad de la calle, la mugre, la miseria extrema sean monopolio exclusivo de los países latinoamericanos?
Es domingo, y por las calles embaldosadas de Gante, corren velozmente Ferraris para dos pasajeros, diminutos pero potentes Alfa Romeos, imponentes Masseratis... La gente se reúne alrededor del quiosko donde una banda municipal toca marchas militares y valses, llena las iglesias, atiborra los innumerables y simpáticos cafés al aire libre donde se charla sabrosamente mientras los hombres de edad fuman sus largas pipas que dejan escapar volutas de un humo azul. Sobre la cúpula de la catedral de Gante, un cielo azul y nubes blancas.
También, visita obligada a Brujas y sus canales, con su aspecto y ambiente medieval, sus preciosos encajes hechos a mano... Sus discotecas funcionan desde media tarde y en muchos hay letreros que advierten: “Prohibida la entrada a africanos”. No es por discriminación, pues no la hay, sino por lo rijosos y alborotadores que son.
Uno quisiera quedarse aquí indefinidamente con sólo ver a tanta muchacha bella y hermosa de piel blanca, tez sonrosada, ojos azules, y dulce sonrisa. Siento un vacío en el pecho al pensar que mañana tengo que abandonar Bélgica, mientras suena alegremente el tintinear de la campana de un tranvía urbano que serpentea a mitad de la calle.