La ciudad es un lienzo colectivo donde embarramos nuestra vida con mayor o menor gracia. Es una obra de arte armónica (o cacofónica) que nos contiene, que habitamos, y nos habita. Entre todos, podemos concebirla pacífica, con calles armoniosas y parques sosegados como abuelos bondadosos o, en nuestra furia, podemos herir sus paredes con trazos violentos, pegar colores brillantes sobre opacos y armar un rompecabezas ininteligible. La ciudad se puede corromper o dignificar, como si se tratara de nuestro mismo espejo. Dios me hizo imperfecto por definición, lanzándome al mundo en el D.F. Hoy vivo en un Torreón que amo, pero añoro mi ciudad, la más fea y la más bella. Sin mayores dotes para la poesía y sin mucha memoria para los poetas, me quedo con las palabras de Rockdrigo, profeta del nopal, que habla de la vieja chilango titlán en estos términos: “vieja ciudad de hierro / de cemento y de gente sin descanso / si algún día tu historia tiene algún remanso/ dejarías de ser ciudad”.
Bastó una semana metido en el metro la Villa del DF montando una exposición de artistas de Torreón, para llenar de nuevo mis pulmones de añejo y vivificante plomo de mi asfalto natal. Bendita capital. De ahí reboté a La Habana, como parte del comitiva del Instituto Coahuilense de Cultura, una vez más, para ayudar y hacer presencia en la exposición colectiva de Coahuilenses titulada 60/84, concebida y curada por Antonio Herrera. Todo esto en el marco de la semana de Coahuila en Cuba, un proyecto que nació, según me han dicho, de una conversación entre el gobernador Moreira y Fidel Castro.
La Semana de Coahuila fue un éxito, con llenos en todas las presentaciones musicales, visuales y literarias. Armando Guerra, director general de ICOCULT dio una cátedra de cómo llevar un evento internacional, se mostró como un funcionario sui géneris, con dotes de diplomático y genuino entusiasmo en la tarea de dar a conocer la cultura de nuestro Estado. Mi aplauso para él.
Quedan para mi memoria imágenes gratas: el gobernador Moreira cantando rancheras a coro en la Plaza de Armas de La Habana, el grupo de danza de la tercera edad enamorando a una multitud de cubanos, Takinkai de Saltillo improvisando a capella en el pasillo de un edificio y claro, para cerrar con broche de oro, el estupendo concierto de la Camerata de Coahuila con los maestros Shade y Madrigal en la majestuosa iglesia de San Francisco, una maravilla arquitectónica del Siglo XVI. Muchas cosas buenas saldrán de esta iniciativa sin precedente.
Palabras aparte para La Habana, capital que, como el D.F tiene las huellas del tiempo y la locura. Habana es única: es Madrid, Tepito y Marruecos en uno. Su gente, marcada por la revolución y sus claroscuros se inmola en música y gritos que llenan de vida una ciudad alucinante, alegre y melancólica, jubilosa y triste, que fue nuestra maestra por algunos días.
Ahora aterrizo en mi Torreón, viendo el arte coahuilense con otros ojos. No cabe duda que salir del cascarón obliga a una revisión de las ventajas y las carencias de la producción artística de nuestro Estado. Ya vendrán las conclusiones, muchas halagadoras, otras menos, todas invitando al trabajo. Por lo pronto queda en mi alma la memoria de La Habana y el D.F. ciudades donde Dios ensaya lo que va a pasar después del fin del mundo.
PARPADEO FINAL
Metáfora santista: Román Eguía y su servilleta atrapados en vuelo Habana-México con turbulencias terroríficas y tormenta que (gracias a changó y ochún) culminó en un afortunado aterrizaje. Inmediatamente después en el celular del Román llego un mensaje glorioso: “Pasó el Santos”. Júbilo y brincos en los pasillos del aeropuerto. Bendito sea Dios. Qué gacho se sintió me cae. Ahora, nomás de coraje, hay que pelear por el campeonato. ¿Cómo ven?
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