Siempre llego tarde a la moda y a la tecnología. Quisiera decir que es un asunto de principios pero de hecho se trata, en principio, de algo puramente económico, es decir, por lo general ando demasiado bruja como para gastar en lo nuevo. El destino me ubicó en escuelas donde mis compañeros no eran tan proletarios (como yo comprenderé) y por lo tanto disfrutaban de lo último en ropa y aparatos electrónicos. No había modo de competir y quedaban sólo dos caminos: la frustración o el aislamiento. Opté por un tercero: la ruta filosófica (ay papá). Siendo un adolescente tropecé con los textos de Erich Fromm y anexas, de tal suerte que pude constatar que el hombre se encuentra frente a la disyuntiva de tener o ser, de quedar atrapado en las redes del consumo enajenante o recuperarse a sí mismo como un ente creativo que observa un mundo interconectado, lleno de misterios y conocimiento. Éstas y otras lecturas me ayudaron a vivir más allá de lo que se puede comprar. Así pues viví mi bajo presupuesto no como estigma sino como aura de santidad. ¡Vanidad de vanidades!, declaré al mundo y me retiré a mi montaña (muy barata, por cierto). Así me alejé de los centros comerciales y me acerqué a los libros. Mala suerte vivir en la capital y caer en la zona de librerías, porque ese deseo de buscar el saber y alejarse de lo comercial es justo lo que a uno lo lleva, como una maldición, al abismo de la compra bibliófila. Uno llega a los anaqueles sin ninguna pretensión y de pronto, como parpadeo sensual, salta algún título interesante. Después viene la parte más candente, tomar el mentado libro, hojearlo, olerlo. Un libro nuevo puede tener aromas que van del pañal añejo al sutil toque de maderas antiguas. Eventualmente uno cae en las garras de tal o cual autor. El proceso termina (o empieza) cuando, aguantando la respiración se checa el precio. Si es bueno, bonito y barato, los mariachis celestiales entonan el Mesías de Händel. A veces pasa. Pero el mundo no es tan generoso y los libreros, como todo comerciante, aplican manita de puerco con el precio. Y cuando es así uno entra en la ansiedad de romper o no romper el cochinito. Mera hipocresía porque la decisión está hecha, el ánimo de poseer puede sobre todas las cosas. Y así termina el asunto con un tarjetazo o unos billetes arrugados en el mostrador. Después vendrán los cargos de conciencia y el placer malsano de una compra superflua. Al final y como bien señalan los psicólogos queda la ansiedad de estar vivo, del tiempo que corre y las leyes inescrutables que marcan los límites de la vida. El comprar disminuye esta ansiedad, maquilla la fragilidad humana, cierra las grietas de una sociedad que ofrece pocos asideros y menos valores. Comprar acaba con el síntoma, pero no termina con la verdadera enfermedad, con el aburrimiento que se desprende de no saber ser. Comprar ropa o acumular libros, ser fresa o ser intelectual sólo son trincheras frágiles ante un problema mayor. Consumir no es la solución, pero qué sabroso es, con un demonio.
PARPADEO FINAL
Empecé con el video de Hussein y ahora se me hizo vicio y he andado checando videos macabros de Internet. Creí que era un adulto de amplio criterio, pero al final terminé con un insomnio tremendo. Chale. Como diría mi tío el borracho, no lo vuelvo a hacer.
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