Mi primera tele en Torreón fue un aparato antediluviano que a veces agarraba color, otras blanco y negro, aunque por lo general la imagen solía ser verde. Recién desempacado de la capital, desperté la conmiseración de Jaime Sifuentes que viéndome inmigrante con pocas pertenencias decidió aliviar mi dolor prestándome aquella tele (que por cierto tenía una asa de plástico imitación piel, para cargar como una maleta). Funcionó bien la tele Sifuentes.
Pasó el tiempo y decidí auto apapacharme y me compré una tele de buen tamaño. No sólo eso, ya encarrerado contraté cable. Como suele suceder, los primeros días del cable fueron de gozo infinito: canales y más canales. No llega el primer mes cuando uno se da cuenta que los programas se repiten y el asunto no es tan orgásmico como se cree. De todos modos me refiné las historias truculentas de Hollywood y los programas de fiesta veraniega donde las gringas se suben la camiseta, todo el mundo anda borracho diciendo zandeces y se ven las delicias de los hotelazos de Cancún que moriré sin conocer. Puro humanismo y alta filosofía. Recobré la dignidad con programas culturales y cine de arte, aunque caí en los pantanos diarios de López Dóriga. Después me uní al submundo de las series de historia, donde prometen develar el misterio de Nefertiti, el oro del rey Salomón o el Triángulo de las Bermudas. Después de dos horas donde hablan especialistas de aquí y allá resulta que el misterio es insondable, no llegaron a nada y a uno lo manzanearon gachamente. Pero ahí seguía yo prendido.
Entre que son peras o manzanas llegaba del trabajo, prendía la tele y hasta no verte Jesús mío. En un remanso de lucidez vi mi propia imagen: ojeroso, con las neuronas en estado de yogur, como cachete de Carstens, desparramado frente a la pantalla. Entonces vinieron a mi mente las palabras de Guy Debord: “La alienación del espectador en beneficio del objeto contemplado (que es el resultado de su propia actividad inconsciente) se expresa así: cuanto más contempla menos vive; cuanto más acepta reconocerse en las imágenes dominantes de la necesidad menos comprende su propia existencia y su propio deseo. La exterioridad del espectáculo respecto del hombre activo se manifiesta en que sus propios gestos ya no son suyos, sino de otro que lo representa. Por eso el espectador no encuentra su lugar en ninguna parte, porque el espectáculo está en todas”. Ahem. Bueno, en realidad no vino a mi mente nada, esto lo leí tiempo después, pero el hecho es que me sentía como un gusano y de plano vendí mi tele.
Como reza el dicho, apagué la tele y prendí un libro. Eso fue hace tres años. Hoy, puedo decir que se puede vivir sin tele. Pero no se puede vivir sin Internet. Tres años después Miguel Canseco, el sin tele, tiene el mouse gastado y la muñeca lesionada de tanto click y está suscrito a páginas de videos, de ajedrez, jueguitos, tarot, cine y chats de albures. Sólo sustituí una pantalla por otra. Aún así, Internet ofrece una opción mucho menos pasiva que la TV, es una metrópoli global con lo mejor y lo peor del ser humano. Tal vez ya no puedo vivir sin estar pegado a un aparato electrónico, tal vez soy un principio de cyborg matlazinca o estoy presenciando la fragmentación de lo humano en las garras de la tecnología. O tal vez, como dice Paty, nomás me gusta azotarme de a gratis. No sé. Quiero dejar el vicio del Internet. Por eso ando ahorrando para otra tele.
PARPADEO FINAL
Desconozco los detalles del diferendo político entre el gobernador y el alcalde. No sé quién tiene la razón (aunque Descartes dice que todos la tenemos). Lo cierto es que el monumental hoyo que antes fue el nudo mixteco, es una excepcional pieza escultórica que habla elocuentemente del triste pulso político del Estado (y los mensos que nos dejamos). Yo digo que ya lo dejen así, lo declaren barranca Mixteca y hasta sitio turístico resulta. Digo, nomás es una idea.
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