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Crónica del Ojo / HABLAR CON UN FANTASMA

Miguel Canseco

Algunos vivos despiertan después de muertos. En vida habitan en nuestro plano, ahí están sin estar, disponibles a toda hora. Pero luego, con la muerte, se cierra el telón y el siempre presente se vuelve ausente irremediable. Así le pasó a mi abuela Delfina que siempre estuvo allí al punto que su muerte parecía un imposible. Tuvo un talento excepcional para la cocina y sus modales ásperos y entrañables contrastaban con ese don de armonías y contrastes que vertía en cada plato. Se fue de repente y nos quedamos con el antojo de verla, de comer sus guisos, de seguir escuchando sus palabrotas (jocosas y estridentes) que resonaban en el pequeño departamento donde pasó los últimos años de su vida. Ahí quedó suspendida su carraspera y sus abrazos fuertotes. Todo se extraña.

En fin, ya va para diez años de su muerte y Delfina sigue rondando en los terrenos de la nostalgia familiar. Pero la muerte no es una barrera definitiva: hace dos años me la encontré. Yo andaba convaleciente de una operación, jamás había pisado un quirófano y andar con la panza cortada, con sonda y demás era algo pavoroso. Sufría dolores tremendos. El médico me decía que andaba cicatrizando bien que ya ni me debía doler, que era el miedo el que me tenía inmóvil. Yo, que soy zacatón hasta para las inyecciones, no le creía ni la mitad y sentía que se me salían las tripas a cada paso. Un día, en medio del dolor me quedé dormido. Frente a mí se manifestó el edificio donde habitaba la abuela Delfina. Todo tenía el aroma de hacía quince años. Era una contradicción, sabía que ahí estaba Delfina aunque ella estaba muerta y tuve la necesidad de verla, de saludarla. Toqué a su puerta. La abuela Delfina abrió la puerta y me recibió con los brazos abiertos. Y ahí estaba yo, frente a ella, mudo, extremadamente conmovido. Sólo atiné a decirle: “Abuela, se le ve bonito su cabello”. Y era verdad: ella que batallaba tanto con los tintes al punto que su martirizado cabello era de un color rosáceo o violeta indeterminado, ahora ostentaba una cabellera de plata fluida y delicada.

La abuela se acercó y puso sus manos en mi vientre, justo donde estaba la herida que me atormentaba. “Estás lleno de salud” Me dijo. “Ya estás bien hijo”. Sentí el calor de sus manos trabajando sobre el área del dolor. Me desperté llorando. Me incorporé. Percibí mi cuerpo con una agradable ligereza y caminé. El dolor ya no estaba, se había esfumado por completo. ¿Realmente me curó el espíritu de mi abuela? ¿O mi mente, incapaz de aceptar curaciones de este mundo se inventó otro e invocó a una figura familiar para que yo creyera de verdad en mi salud? No lo sé. Ambas opciones me parecen fascinantes. Ahora, en día de muertos, ofrezco estas dos ideas: una, que la mente es el verdadero camposanto o el jardín donde viven los seres amados. La otra es que a mi parecer, los fantasmas son emanaciones de amores perdidos o encontrados. Y al cruzarnos con ellos, más que un enigma científico o un acertijo espiritual tal vez estamos viendo la materialización de un extraño poema. El más allá puede ser una experiencia estética. Va pues el abrazo para los muertos y los vivos que viajamos en el presente, perdiéndonos, como siempre, en laberinto del recuerdo.

PARPADEO FINAL

Con esto termino un trío de columnitas que preparé como preludio al Día de Muertos. Todos tenemos historias de terror aunque los miedos reales suelen ser más cotidianos que ultraterrenos. Ahora ando circulando en auto, por primera vez en mi vida y créanme, estoy en pánico. Si ven una camionetita roja sean clementes, no piten ni se cierren que anda un pelao temblando ante las inclemencias del ejercicio vial. Hay que apechugar (protégeme abuela, tú que tienes contactos del otro lado).

cronicadelojo@hotmail.com

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