Si alguna vez sentí temor de Dios fue en las gélidas mañanas del pueblo de mi padre, cuando las campanas de la iglesia sonaban y dejaban un eco piadoso y amenazante. Yo era un niño, pero mi piel se erizaba con cada tañido. Había muchas cosas que temer en ese pueblo. Tengo 20 años sin visitarlo, pero recuerdo con reverencia su bella iglesia misional del siglo XVII, adornada con estupendos retablos novohispanos. En una esquina del templo había (¿hay?) una antigua puerta de gruesa madera, con un cráneo sobre un libro pintados al óleo. ¿A dónde conducía? Nunca lo supe, pero aún habita mis pesadillas. De cómo mi padre brincó del pueblo a la Facultad de Ciencias de la UNAM y de ahí a Singapur y Australia, de sus trotares por el mundo, sus brincos mortales y caídas y levantadas, de sus chistes e ímpetu me gustaría platicar. Pero sería indiscreción y qué mejor que el propio navegante para contar sus travesías. A él se lo dejo.
Yo me quedo con los hábitos que me inculcó: la música, la ciencia, los libros. Tuve una infancia privilegiada con Isao Tomita, Kraftwerk, con Vivaldi. Ahí estaban (y están) los libros, los objetos más preciados de la casa. Y en mi mente se grabaron las estupendas historias que mi padre me contó sobre Ramanujan, Euler, Newton y Galois. Me hizo ver la ciencia como acrobacia de la imaginación, una forma de entender y explicar o incluso ahondar misterios.
La vida de un científico resulta tan apasionante como la de cualquier artista. Sujetos a las pasiones, intrigas y vaivenes de la diosa fortuna, las mentes que hacen ciencia se ocupan de lo cotidiano y tratan al mismo tiempo de penetrar en el enigma. El impacto de esas mentes es evidente a través de la tecnología, ciencia hecha materia que a veces roza con el milagro. Por mi parte, opté por el arte, ese lugar donde no se cuestiona la curva de una ecuación, sino la textura, el color, y más aún (como en la psicología) el alma, sus destellos y cavernas, sus pasiones y deseos. Como un jardinero, el artista puede embellecer el mundo. Como un plomero, puede bajar donde habitan las heces del dolor. Yo salí un poco plomero, traté, en la medida de mis posibilidades, de explorar en mis cuadros las facetas oscuras del sexo y el cuerpo, traté de hablar de miedos y angustias. Eso me puso en ruta de colisión con mi padre, que creció con las campanas atemorizantes de aquella maravillosa iglesia misional. Veinte mil desnudos frente a la Catedral son significativos, señor licenciado: el cuerpo no es malo, el hombre es falible, sus pecados son, también, de alguna forma, poesía y naturaleza.
Hoy mi padre anda gozosamente perdido en la teoría de juegos y los acertijos de Nash. Yo ando en Torreón igual que siempre, con mis crayolas y mis cuadernos. El artista no suele ser hijo fácil. El científico tampoco es perita en dulce. La gente que se mete en enigmas suele perderse, chocar y después, felizmente, encontrarse. Como dijo Bowels: “Hay tiempo para todo, incluso para que los tiempos se junten”. Nuestros tiempos se han bifurcado sólo para reencontrarse. Me acordé de ti, Miguel Ángel, que tenías 23 años y andabas en Veracruz cuando nací y esta columna, es mi manera de enviarte un abrazo extemporáneo y un agradecimiento por el estupendo libro que tuviste a bien mandarme. Va para ti mi afecto, tan esquivo y duradero como el teorema de Fermat.
PARPADEO FINAL
Y ya en plan de abrazos y demás yerbas van los propios para Ingrid, Patricia Pamela, Eva, el Exxon y el licenciado terror que a través de sus mails me animan a seguir escribiendo insensateces. Que los dioses premien con placeres su tolerancia. Va pues, nos leemos la próxima.
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