El papá de un alumno me decía que cuando era chico y hacía un garabato le decían “dibujas como José Luis Cuevas”. No era un halago. Este ejemplo ilustra dos cosas: en primer término, la necesidad de superar los prejuicios para ubicar a Cuevas como lo que es: uno de los grandes dibujantes que ha dado México. Por otro lado, deja ver cómo la persona pública de José Luis Cuevas se ha integrado de lleno al imaginario colectivo.
Pero más allá de su presencia en los medios, Cuevas ha sumado razones para ser reconocido como uno de los grandes artistas en el panorama internacional. La lista de instituciones que albergan su obra, sus premios y reconocimientos, sus logros personales (como la creación del museo que lleva su nombre) es casi interminable.
Al hablar de Cuevas necesariamente se llega a sus amigos y coleccionistas: nombres imprescindibles para entender la cultura del Siglo XX. Pero todo lo que parte de Cuevas, regresa a él. Por esta razón su nombre es un torbellino de adulaciones, controversias y envidias. Cuevas es un hombre tocado por la diosa fortuna, que se manifiesta en todos sus matices.
Cuevas es un género en sí mismo, un personaje inquieto, un creador que se parte en múltiples vertientes (dibujante, grabador, escritor, pintor) que imposibilitan una definición única. Octavio Paz, sin embargo, lo dibuja con precisión cuando dice: “Su ágil imaginación se complementa con su sentido del equilibrio: cuando salta para dar el zarpazo o se precipita de una altura, cae siempre de pie”. Esta capacidad felina le permite meterse en los vericuetos de la publicidad y siempre salir avante. Sus proverbiales facultades histriónicas deben ser, en este sentido, valoradas como un aspecto más de su vida creativa.
Con Cuevas las preguntas se amontonan. No titubeo al decir que José Luis Cuevas, nos guste o no, es una leyenda. Y a título personal repito: nos guste o no, es un artista excepcional.
Por eso, la tarde de ayer tuvo un matiz especial. Cuevas llegó a Torreón y de una manera casi circunstancial visitó el taller de grabado El Chanate, donde tengo la suerte de trabajar. Ahí vio la obra de algunos artistas gráficos laguneros. Ahí, con un grupo reducido de jóvenes charló y compartió anécdotas, como un amigo más. El hielo se derritió pronto con un Cuevas abierto, que compartió su experiencia en el oficio del grabado.
Se nos reveló como un artista profundamente conocedor de la técnica, habló del grabado con reverencia, detallando aspectos de este genero que ejerce con maestría y a veces, (eso nos sorprendió a todos), con miedo, ante las innumerables posibilidades, entre las que está, por supuesto, el error.
La conversación fluyó cálida, matizada con bromas y frases colmadas de experiencia que estoy seguro que sus jóvenes interlocutores atesorarán por mucho tiempo.
Se disipó la figura pública de Cuevas para tornarse en un ser humano con demasiado que compartir, con años vividos en plenitud: un maestro. Ahora, al hablar de Cuevas, me queda esa conversación como punto de referencia, como confirmación de su altura.
El Chanate se honró con la presencia de Cuevas y esa tarde de Torreón, tarde como todas, fue diferente, de un trazo preciso pero expresivo, retorcido en matices que se quiebran en luces y delicadas sombras: como sus dibujos, como el propio Cuevas. Salud por el maestro.
PARPADEO FINAL
Me puse místico. Ya sé, es que desde niño quería conocer al maestro y pues no se había dado el caso. Cuevas y su servilleta tenemos amigos en común (Nunik Sauret, Alex Ehrenberg, el maestrazo René Sierra) y confirmo lo dicho por ellos: Cuevas es ameno, dicharachero y buena onda. Y es que, inmortales o plebeyos, todos los artistas aman la tijera y la anécdota picante. Pa’que negarlo: a los pintores nos encanta el lavadero. Saquen el faaaaabbb...
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