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Crónica del ojo / La entropía del Charro

Miguel Canseco

El programa de variedades de la tarde se impregnó con el duelo por Antonio Aguilar y el reporte en vivo de sus exequias. Las imágenes se transmitían con comentarios pseudos emotivos que no hacían más que repetir lo visto en pantalla: “ahora vemos cómo bajan el féretro”, “todos están conmovidos”, “en este momento llega la carroza”, etc. la tristeza de la misa se intercalaba con los reglamentarios espacios publicitarios, con lo cual la tele ofreció uno más de sus momentos mágicos donde el dolor y la nostalgia se intercalan con anuncios de cerveza y vigorizantes sexuales.

Aprovechando que la televisión no tiene empacho en mezclar féretros con gansitos helados, sugiero, sin afán de molestar, que la próxima misa de difuntos sea narrada por el “perro” Bermúdez que al menos, le puede meter más estilo (“ahore vemes cómo bajan el feretré”).

Antonio Aguilar se fue y deja una magra herencia, su hijo, Pepe Aguilar, que al igual que el Potrillo Fernández ofrecen una versión deslavada y pasteurizada de la música vernácula. Triste pero cierto: los charros, junto con los koalas y las ranas, son especie en extinción. Antonio Aguilar se suma al repertorio charro de San Pedro. En lo personal, “El cantador” queda en mi alma como una canción fantástica que toca cuerdas sensibles de mi niñez.

Pero las leyes de la vida son inflexibles y junto con Lola Beltrán, El Gallo Giro, Cuco Sánchez y tantos otros, esta vez le tocó pasar lista a Antonio Aguilar: los buenos charros, como los santos, ahora sólo existen en el cielo y detrás de las vitrinas de la memoria. Ahora el gusto popular se despeña en los abismos del pop sin gracia, el reggaetón más áspero y la música sentimental desinfectada y autorizada por Televisa. La música popular se encuentra a la baja.

Los charros ahora son de plástico (aunque la charrería, con sus caballos y aditamentos, nunca ha sido afición de pobres), pero hubo un momento en el que los charros y sus canciones se apoderaron de la imaginación de los mexicanos. Aquellos tiempos se pintan de blanco y negro y quedan atrás como un capítulo que se cierra en la historia de la música mexicana. En 1865, Rudolf Clausius acuñó el término “entropía” para designar el desorden energético del universo. A medida que el universo se acerca a una temperatura estable, los procesos azarosos (como la vida) se consumen. Aumentará la entropía del universo, decía Clausius, hasta que llegue a un máximo que lleve a un equilibrio absoluto, un punto donde la energía no podrá transformarse y el universo entrará en una muerte térmica. No hay canción ranchera más triste que esta ecuación que demuestra lo irreversible de esta vida.

La alegría y la nostalgia de los grandes charros se entibia, se enfría, se muere y llegará, como todo, al frío equilibrio del polvo. Cruz de olvido y alazanes, serenatas y despechos, todos iluminados por la certeza de su desaparición, por la gloria del instante. Escucho a Antonio Aguilar, a Chavela Vargas y Pedro Infante, se me enchina el cuero y entiendo, con tristeza y nostalgia, el canto perdido de una raza que muere, entró en el arrullo sentimental de la entropía del charro. Está gacho. Cuando las matemáticas se unen al sentimiento ranchero, se abre una herida que sólo se cura con una buena canción y un misericordioso tequilita.

PARPADEO FINAL

Por eso cuando el sol muere/ Y la luna va a salir/ Me voy hasta aquel potrero/ Mis recuerdos a vivir... Era lindo mi caballo/ Era mi amigo más fiel/ Ligerito como el rayo/ Era de muy buena ley (y salud por los nostálgicos entrópicos, que pueden cantar las de Antonio Aguilar y llorar las de Beethoven: bendita música que hace más llevadero este mundo). Y ajúa.

cronicadelojo@hotmail.com

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