Al descender sobre La Habana (hace unos meses) el avión donde viajaba sufrió una serie de intensas turbulencias. Algunos pasajeros gritaron, otros, serenos pero nerviosos, tranquilizaban a los gritones. Yo fui de los que cayó en pánico y me desgañité de plano. Todo salió bien y fuera del avión llegó la reglamentaria carrilla: a mí por zacatón, a fulano por palidecer y al otro por fingir demencia. Risas, bromas y listo, a otra cosa. Ahí me quedó claro que la transformación de la angustia en burla es un paso necesario. Los pequeños accidentes cotidianos, esas cosas que podrían salar el día (un resbalón, una cortada cebollera, un chisguete de limón en el ojo) son, afortunadamente, objeto de risa y cantera de buenas anécdotas familiares. Cosas más graves, enfocadas con malicia también son hilarantes: es inolvidable aquel compañero de prepa que hacía que nos arrancaba carcajadas mientras contaba cómo había perdido el ojo izquierdo a bordo de un camión. Peor aún, no terminaba el atentado contra el World Trade Center y ya empezaban a rolar los chistes macabros. Así va uno, burlándose de lo propio, de lo ajeno, de las penas personales y las catástrofes que parecen cubrir todo con un manto de dolor. Eventualmente, por entereza o descaro se transita al relajo. Hace veintidós años, el temblor del 85 abrió una herida gravísima, pero no tardó mucho para que el maestro Chico Che sacara su cumbia inmortal: En Dónde te Agarró el Temblor que puso a la ciudad a bailar después de la tragedia.
En estos tiempos marcados por las terribles inundaciones en Tabasco y Chiapas pienso, en primer lugar, en el sufrimiento de los afectados. En segundo término, en las circunstancias que propiciaron esto y las consecuencias a mediano plazo. Como todo drama mexicano, la negligencia y la corrupción terminarán por aparecer en escena. Por último es natural pensar en un proceso de cicatrización, resignación o en el mejor de los casos, un cambio o reacomodo para bien. Y es en estos desenlaces, cuando la memoria deja de doler un poco, cuando, como parte de la curación surge la música. Chico Che murió hace muchos años, pero sería natural pensar que, eventualmente, haría una cumbia de la inundación para su natal Tabasco. La letra estaría marcada por su sofisticada lírica, por ese talento literario que lo hizo componer letras como aquélla que decía: “quen pompó/ quen pompó/ quen pompó chapatitos quen pompo”. Poesía que sería la envidia de Sor Juana y Octavio Paz. Tabasco nos dio a Madrazo y al Peje. El primero me da naúsea y el segundo neuralgia. Por eso digo, bendito sea Chico Che, mi Tabasqueño favorito. En estos momentos uno sólo puede hacer pequeños esfuerzos para ayudar: depositar en una cuenta de banco o dejar víveres en centros de acopio. Ojalá entre todos sí hagamos una diferencia. Por mi parte deseo fervientemente que esta crisis pase, que las calles se sequen y los dolores ya no calen tanto. Que con la normalidad no llegue el olvido sino la conciencia y eventualmente regrese la risa y con la risa la cumbia. Porque mover el bote sana el alma y eso hace de Chico Che un profeta, de aquéllos que guían a su pueblo hacia la felicidad. Que baje Chico Che del cielo, que abra las aguas cual Moisés de overol, lente oscuro y greña y permita que la cumbia regrese ahí donde hoy sólo existe el desasosiego.
PARPADEO FINAL
He dicho que Chico Che es mi tabasqueño favorito. En segundo lugar pongo a Carlos Pellicer. Mi tabasqueña favorita ni duda cabe, la tesorito, Laura León, dama de alta cultura que raspó con garra felina el subconsciente colectivo de nuestro México. Sea pues. Salud por Tabasco y que este triste periodo termine pronto.
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