UNA DE ROMANOS
Hace un par de años me entró una depresión de rompe y rasga. Me pareció que el mundo era un cascarón banal, un aglomerado de costumbres sin sentido. Vivía en un estado oscilante entre Chavela Vargas y Paquita la del Barrio con esporádicas caídas en Javier Solís. Un asco, pues. En vista de mi lamentable estado y viendo los precios de los psicólogos decidí curarme yo mismo en dos sencillos pasos. Número uno, compré y leí de corrido las Memorias de Adriano de Marguerite Yourcenar, un mega drama con los avatares del emperador Adriano, sus amores, triunfos y demás yerbas. Maravillosa novela que da cuenta de dolores que son espinas de luz. Número dos, puse palomitas en el microondas y me aventé la película Gladiador de Ridley Scott, que tiene estupendas escenas de guamazos y adversidades con tintes de gloria.
Así, por alguna extraña razón mi depresión cedió y descubrí con alegría que me ponen de buen humor los dramas de antiguos romanos. Aparte, cuando me imagino vestido de legionario (espada, casco y capa roja) de plano me gana la risa. Me encanta leer epopeyas de gladiadores, que suenan emocionantes, aunque en realidad eran un asunto sumamente trágico y sobre todo vital para la estabilidad del imperio. Dentro de los derechos de los ciudadanos estaba la diversión, así que la entrada a los espectáculos y duelos era gratuita. Había una calendarización regular de eventos públicos acorde a las festividades religiosas, militares o civiles y también existía la posibilidad de que algún gobernante pagara de su bolsa unos juegos para ganarse el favor del pueblo.
Todo tenía un corte eminentemente propagandístico y estaba perfectamente diseñado como un mecanismo de control de la plebe. Los gobernantes conocían bien los poderes del espectáculo como pivote liberador de tensiones sociales. Las carnicerías públicas eran la delicia del público y la salvación de los políticos. Se sabe que costear estos juegos era carísimo para el Estado, que un gladiador del alto nivel resultaba un lujo ya que los entrenadores de combatientes cobraban una fortuna por prestarlos para una batalla. Así, era común ver armas gastadas o luchas más bien escenificadas. De cualquier forma el asunto era bastante serio y la gente enloquecida gritaba ?¡Iugula!? para pedir el cuello del perdedor. Tales muestras de salvajismo me llevan a sensaciones de épica cinematográfica, muy alejadas de la vida actual que ha superado estas costumbres inhumanas. Pero bueno, ¿realmente lo hemos superado? La diversión continúa siendo un derecho gratuito de todo ciudadano, que la puede llevar a su casa en una televisión. Internet ha superado la censura de la tele y los videos de hiper violencia y muerte son inmensamente populares. Antes de preocuparse por la situación del país muchos viven en vilo por el destino de Bety la fea. Los políticos pagan conciertos de bandas populares para caer bien, sacan anuncios auto elogiándose y a la luz del día siguen cometiendo tropelías y gozando de sueldos exorbitantes. La sabiduría de Roma queda hasta nuestros días y los engranajes de la evasión y el poder siguen intactos aunque con distinta forma. ¿Se puede escapar de este círculo? Fue justo este panorama el que me deprimió hace dos años, la vida tan corta ?pensaba yo- y el mundo tan lleno de banalidades. Al final encontré mi felicidad dentro y no fuera del sistema. Siempre me queda el placer culposo de estar al pendiente del deporte y la farándula y no puedo evitar la negra sensación de que estoy colaborando con un sistema que me hace cosquillas y me entretiene mientras, con mi consentimiento, me roba la cartera.
PARPADEO FINAL
Ando como zombi con tantos pendientes, tantos proyectos y tan poquito tiempo (y aún menos dinero). Si mi columna suena apocalíptica esta vez se debe a que, para colmo, me comí un sándwich pre empaquetado que traía un Alien que ahora atormenta mi estómago. Con estos retortijones no se puede ver el mundo con esperanza. Ouch. Sea pues, nos leemos la próxima, si sobrevivo.
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