“Y qué onda, ¿cómo ves a García Márquez?”, me pregunta Guayo. “Yo no leo tarugadas”, respondo enfático y de mala leche. Guayo se pone morado y defiende al Gabo. Por mi parte, respondo que cuando todos aplauden, uno no tiene por qué aplaudir como foca con el montón, que no es mi escritor favorito, que explota un folclor latinoamericano muy propicio para la venta y que Shakira también es famosa y no por eso le voy a besar las patas. Esto último acepto que es violencia innecesaria y fue meramente un recurso para sacar a mi compadre de sus casillas. Así es siempre. Si Guayo dice Pelé yo diré Maradona, si dice Pituka responderé Petaka. En el ir y venir de los manzanazos se ha formado una amistad entrañable donde la onda es ser contreras, para al final, invariablemente ser amigo. Pero estos agarrones me dejan dos enseñanzas. Una, que el arte sólo es posible en el debate, que el criterio se moldea en la duda y no en la certeza ciega. En segundo término que es fácil jugar al intelectual adulando a Sabines, Paz, Fuentes, García Márquez. Al mencionar tan ilustres apellidos uno se cura en salud y se viste de saber aunque no sepa nada (no es el caso de Guayo, que si se ha tomado la molestia de leer a estos autores y por eso es doblemente provechoso armarle polémica).
Y así, los modernos “deben” amar a Duchamp y los mexicanistas “deben” amar a Diego Rivera. ¿Por qué? ¿No es más saludable crear un criterio personal aunque esto suponga blasfemar contra los más venerables maestros? Si mi alma se sintoniza con la música de Leonard Cohen más que con la novena sinfonía, si me emociono más con un icono bizantino que con la Capilla Sixtina, caramba, al final, con baches, imperfecto, luminoso y cochambroso, pero es mi criterio, que se deriva de un gusto, que a su vez se desprende del conocimiento, es decir, de una labor de análisis y estudio donde intervienen simultáneamente, el pensar y sentir (reconociendo las propias limitaciones). Por eso le digo a Guayo que lo único que he leído de García Márquez es la Cándida Eréndira y que la encontré divertida simplemente (en contraste, la lectura de Cortázar, por ejemplo, me alucina de principio a fin). Tal es mi postura. Aparte (y esto es horriblemente subjetivo y personal) desconfío de los homenajes y el culto a la personalidad. En resumen (y esto es más divertido si uno lo dice mirando el gesto de Guayo) me cae muy gordo García Márquez. Ante mis embates anti Gabo, debo decir que Guayo actuó como un genuino caballero: me regaló la última edición de los Cien Años de Soledad con una dedicatoria sencilla: “Tenga pa’ que aprenda”. Muchas gracias. Lo leeré con detenimiento. Si me encanta –como se supone que debe hacerlo- entonces doblaré las manitas y dejaré de molestar a mi amigo. Si no, seguiré de necio. Al final, la maravilla de las artes es que uno puede escoger o desechar sus afectos a placer. Tal vez en este camino caiga en una que otra aberración y el manto sagrado de lo correcto quede embadurnado con alguna naquez, pero al fin, como dijo Wilde, “una mente sucia es un placer por siempre”. Todo en el arte es voluntario. Nada nos “debe” gustar. Es mejor una libertad imperfecta que seguir la tibia corriente de los gustos universales.
PARPADEO FINAL
Una larga caminata por San Cosme, el montaje de una exposición en la Villa, leer a Milton en un vagón del metro, subirse a la carrera a un microbús, tupirse unos tacos sobre avenida Revolución. Hoy ha sido un día eminentemente chilango en mi existencia. Mando un abrazo, que viajará mil kilómetros desde la capirucha a La Laguna, con los mejores deseos. Nos leemos la próxima.
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