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CRÓNICA DEL OJO

MIGUEL CANSECO

CURSO DE MANEJO

“Un automóvil rugiente, que parece correr sobre la ráfaga, es más bello que la Victoria de Samotracia”. Así reza el manifiesto futurista de Marinetti, escrito en 1908. Muchos pintores, literatos, poetas y arquitectos cayeron seducidos por el poder de sus palabras y lo radical de sus planteamientos. Hoy, el futurismo es un capítulo de suma importancia en la historia del arte y, para beneplácito de Marinetti, una parte de lo cotidiano. Hace diez años el museo Guggenheim albergó una magna exposición de motocicletas Harley Davidson, que desde entonces son consideradas en la categoría de obras de arte. Hoy pocos dudan en aplicar el término “arte” a un Ferrari. Ya sea por el padre, el tío o los amigos, la fe, admiración y amor al auto se filtra desde la infancia y en muchos casos permanece toda una vida. Ayer como hoy, los posters de autos compiten en gloria con los posters de chicas. Juntamos ambos factores y podemos llegar al núcleo del cerebro primitivo del hombre: curvas, velocidad, éxtasis (y naquez extrema de paso). Hay matices, digo, varios están traumados con sus autos y otros gustan de manejar coches decentes y sienten un afecto fraternal por el amigo de cuatro ruedas. Así, entre el fundamentalismo motorizado y el mero afecto, la pasión por los autos se integra como una más de las vertientes en la historia del arte. Por mi parte, soy apólogo de los peatones, zacatón para el volante. En el saturado DF me apegaba al metro y a los azarosos peseros donde podía leer en medio del caos del sobaco y la cumbia. El pánico a los autos formó parte de mi proverbial fracaso con las chicas ya que un peatón siempre será menos cotizado en el comercio de amores. Yo apostaba al sutil encanto de mi melancolía como arma infalible de conquista. No terminaba yo mi proceso de ligue cuando la susodicha ya estaba montada en el bocho de otro compadre que sí la podía llevar a su casa después de la fiesta (y aprovechando la sombra de un árbol podía encender la pasión en el cuadrilátero del asiento trasero). Por mi parte, seguí la disciplina peatonal y defendí mi derecho a caminar por encima del espejismo del auto. Hoy esas convicciones se fueron al caño.¿Por qué? Bueno, como siempre, el amor que trastoca todo y Paty que ya está harta de andar con un peatón y ante la perspectiva del matrimonio exige (y con razón) que tome el volante. A la orden dije yo y con las palabras de Marinetti en la mente, me inscribí a un curso de manejo donde mi aula es un bocho de la época de los Polivoces. El pobre se está deshilachando. Si sobrevivo a este carrito, entonces estoy capacitado para todo lo demás. Gallardamente y con un instructor de paciencia búdica, he atacado la ciudad metido en un coche escuela. Ya me pasé un alto (gritando, por supuesto), en cada tope siento que se me desprende la retina del guamazo, ya me pitaron y se me cerraron dos que tres gandallas y pude sortear una mezcla mortífera de camión, escolares cruzando, tránsito malhumorado y vendedor de frutas invadiendo la vialidad. No: no lo he disfrutado. Francamente estoy aterrorizado. Si ven un coche escuela con un chilango adentro, soy yo, no sean carrillas, piedad con el ignorante. Sepan que todo lo hago por amor... cuidado: peatón en rehabilitación.

PARPADEO FINAL

De hecho, ésta es la segunda vez que intento tomar un curso de manejo. La primera fue en el Defe y estuvo terrorífico cual beso de Elba Esther Gordillo (digo, me lo imagino y me da el corre que te alcanzo).Ya lo narraré la próxima columna, baste decir que aún sufro las secuelas psicológicas de tan traumático suceso. Bueno: clutch, primera, acelero y nos vemos la próxima.

cronicadelojo@hotmail.com

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