Tenía diez años y me estaba bañando. Comencé a marearme y vi cómo los ganchos que colgaban de un perchero se movían de un lado a otro. Salí del baño envuelto en una toalla: las puertas de la casa se azotaban. Mi madre guardó la calma y me tranquilizó. Al fin terminó el temblor. Vivíamos al sur de la ciudad y en esa área no hubo daños sustantivos. Fui a la escuela, pero el ambiente estaba enrarecido. Me parece haber respirado, por primera vez, ese aire frío que sobreviene cuando algo se ha roto sin remedio. No terminamos el día escolar, nos regresaron a nuestras casas. En la televisión ya se transmitía el drama, las historias corrían también de boca en boca. La ciudad despedía gruesas columnas de humo. Un día antes granizó como nunca, una tormenta espantosa. Miraba por la ventana cómo se acumulaba el hielo y los rayos tronaban. Siempre me han dado miedo los rayos y en aquella ocasión estaba aterrorizado. No sabía que la sensación me iba durar días, quizá meses. Estábamos pegados al radio, por primera vez sin música ni noticieros, ni presentadores. La gente hablaba, pedía ayuda, narraba, compartía. Al otro día, por la noche, una fuerte réplica causó pánico entre los vecinos. Salimos al patio, yo no podía contener el llanto. Mi papá me tapó la boca. Por debajo de mis pies sentía las ondulaciones del impulso sísmico como una serpiente descomunal resolviéndose bajo la tierra. Ahora me acuerdo y vuelvo a sentir esa sensación de zozobra en la planta de los zapatos. Un poco más tarde estaba en el auto, con mi padre, en dirección a la zona de desastre buscando a una tía que laboraba como enfermera en el primer cuadro. Eran las 9:00 o 10:00 de la noche y poco a poco, tras el cristal del automóvil se iba revelando la tragedia: gente acampando en los camellones, ambulancias, voluntarios, silencio a veces y después gritos. Pronto aparecieron los primeros derrumbes, heridos, gente inerte, cubierta con cobijas en la banqueta. Mi padre bajó del auto y yo lo esperé junto a un árbol. La ciudad estaba pisoteada a mi alrededor. Mi tía se encontraba bien. Yo clavé la mirada en un señor que estaba en una camilla. Le taparon el rostro con una sábana. Los días que siguieron fueron extraños. El temblor lo ocupaba todo. En la tele el regente de la ciudad exhortaba a la gente a no acudir al centro histórico porque “todo está bajo control”. La gente no obedeció, había que sacar a todos de los escombros, aunque fuera a mano pelona. Por una vez, todos fueron hermanos de todos. Después se sumaron las anécdotas: que si Félix Sordo, que si Rockdrigo. Volví a la escuela y se amontonaban las historias de terror: las costureras, los niños recién nacidos, los chavos de la prepa, todos los que murieron aplastados. Dos meses después volví con mi abuela al centro. La gente volvía a hacer compras, trataba de reagruparse. Pero ahí entre el caos vial, entre los puestos, seguían los edificios tirados, la gente en viviendas provisionales, el miedo omnipresente. De un edificio semi derruido asomaban largos rollos de tela. Pensé en las costureras. ¿Seguían allí? En la radio volvieron a sonar las canciones y el Gobierno repartió calcomanías que decían “México sigue en pie” y todos completaban la frase “México sigue en pie... dras”. La radio volvía a la normalidad. Una canción de aquellos días trae, como un alud, todos los recuerdos: “Dame tus manos, siente las mías como dos ciegos, Santa Lucía”. La cantaba Miguel Ríos. No tengo mayor luto que la angustia de aquel septiembre y un terror perenne hacia los terremotos. Hoy en Torreón, a 22 años, rememoro lo que le pasó a mi ciudad. Muchas vidas se vieron truncadas o modificadas de manera radical aquel día. Yo fui un testigo entre millones. De entre los escombros que vi me quedó una cuarteadura en el corazón, la misma que muchos capitalinos compartimos y guardaremos mientras estemos vivos. Queda pues la memoria. cronicadelojo@hotmail.com