PANCHO VILLA Y LA TERMODINÁMICA
A toda acción corresponde una reacción. La semana pasada osé blasfemar contra la película El Secreto que, a mi consideración expone teorías no confirmadas como verdades absolutas y manipula tesis religiosas (en específico del budismo) con la intención de hacer negocio con la credulidad y buena fe de la gente. Bueno, pues me llovieron mensajes por demás hostiles de creyentes en El Secreto. La ciencia no es fútbol, no es de irle a tal o cual equipo y mentársela al que lleva la camiseta del adversario.
Por eso yo no creo que sea cuestión de atacar o defenderse, sino de sopesar argumentos. Mi opinión ahí está y al exponer mis razones no pretendo “ganar” sino entablar un diálogo enriquecedor y sensato. En fin. Por eso, para no quedar como el criticón que lanza la piedra y esconde la mano me permito recomendar ampliamente un librito que toca varios meollos del quehacer científico y del avance tecnológico del género humano y que, a diferencia de El Secreto no vende maravillas del más allá sino que describe la epopeya de la mente en su intento por comprender este mundo (el más acá). Se trata de “Cinco ecuaciones que
cambiaron al mundo” escrito por Michael Guillén y que anda en circulación en distintas ediciones. El primer punto que aclara este libro es la naturaleza humana de las ciencias, es decir, que es un producto de hombres para los hombres y como tal está marcado por su tiempo y circunstancias.
Con una prosa ligera y entendible Guillén ubica a los científicos como padres, hijos o ciudadanos, sometidos a los vaivenes sociales, a sus glorias o descalabros económicos, marcados por sus heridas personales, por sus amores y sus muertos. Aquí la ciencia deja de ser fría y se convierte en una odisea de vida, donde Isaac Newton le rompe la nariz a su compañero de pupitre, Daniel Bernoulli se desgarra en
problemas familiares, Michael Faraday sufre los inhumanos escalafones sociales de su tiempo, Albert
Einstein escribe fogosas cartas a su novia y Rudolf Clausius queda marcado por la temprana muerte de su
esposa. Clausius condensa, a mi parecer, la magia del libro. En 1850 Clausius establece la segunda ley
de la termodinámica que, en base al concepto de entropía, define por qué los procesos termodinámicos
son irreversibles. O, para ponerlo en términos simples, por qué una vela consumida no puede volver a
su forma original. La ecuación de Clausius, en sus últimas consecuencias explica matemáticamente cómo
el universo pierde energía utilizable y tiende, de forma natural a un equilibro térmico, es decir, a cero.
Clausius encontró esta ecuación en su pasión por la ciencia. Las implicaciones de su descubrimiento lo
perturbaron profundamente: había demostrado la muerte del cosmos.
No pudo ser un momento de triunfo... Clausius quedó inundado por una tristeza profunda. Pero siguió
adelante. Y aquí está el mensaje clave: la ciencia o el arte pueden mostrar (y demostrar) aspectos de
la vida y la naturaleza francamente desalentadores. Pero en estas disciplinas existe el compromiso
de encontrar la verdad aunque ésta sea terriblemente incómoda.
Como hombres, es preferible vivir con los ojos abiertos y con la certeza del conocimiento aunque éste
no siempre brinde tranquilidad. A cada des recomendación corresponde su recomendación. En este
libro no hay “secretos”. Queda esta sugerencia para los que gusten de textos amenos, capaces de aclarar
con sencillez y sin mentiras aquellas cosas difíciles y maravillosas que la ciencia nos ofrece.
PARPADEO FINAL
Ayer se inauguró el nuevo Museo de la Revolución. Fue una ceremonia surrealista con un grupo de revolucionarios caracterizados y Adelitas cocinando deliciosas gorditas de comal. Por ahí andaba el gobernador, el alcalde, don Terán Lira y todas las personalidades laguneras en calidad de sardinas entre
la jolgoriosa multitud. La verdad es que el museo quedó muy bien, en una casa que ya de por sí es una joya. Felicidades a todos los que respaldaron de una u otra forma esta idea. ¡Y que viva Villa!
cronicadelojo@hotmail.com